a pie de calle

Ondean las reivindicaciones

Una voluntaria de Greenpeace, el jueves, en la plaza del Pi.

Una voluntaria de Greenpeace, el jueves, en la plaza del Pi.

CATALINA GAYÀ

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De repente, apareció un oso polar frente a la iglesia del Pi. Puntualizaba la chica que se asomaba por el agujero de la boca que era «una osa polar». «Únete a la lucha contra el cambio climático», se leía en la pancarta de Greenpeace.Bruno,madrileño de 25 años, explicaba la necesidad de que todo el mundo sea consciente de que «el Ártico está de-sapareciendo». La osa polar asentía a su lado. «¿De dónde te viene la conciencia ecológica?», preguntaba la cronista. «De mis padres», explicabaBruno. De nuevo, la osa asentía. Era jueves por la mañana y el señor del tiempo, que ahora es una aplicación delsmartphone, apuntaba que el calor sería insoportablemente pegajoso durante todo el día.

Esta cronista se despedía de la osa con un folleto en la mano. «El cambio climático está provocando que el hielo del Ártico se funda a gran velocidad. Las empresas petrolíferas lo ven como una oportunidad para acceder a la zona y arrasar con los recursos naturales de la última frontera natural», se leía en el papel.

Mientras lo estudiaba atravesando el barri Gòtic, un petardo explotaba a mis pies y, sin lógica alguna, yo levantaba la vista buscando de dónde había salido. Hay que haber nacido en Catalunya -o en Valencia- para disfrutar de tracas y petardos. Muchos de los que venimos de fuera vivimos estas semanas de estruendo con un ay en el corazón.

Lo bueno es que en eso de buscar lo intangible, el jueves mi mirada caía sobre varios balcones. Las pancartas se prodigaban en la calle de Sant Pere Mitjà: «No a los recortes en la educación». Un poco más adelante se leía: «No a Eurovegas». Hace tiempo que la ciudad ha creado un relato de denuncias en formato pancartas, y estas ya se han convertido en los subtítulos de lo que Barcelona dice y, sobre todo, piensa.

El «No a los recortes...» es el subtitulado estrella. Pero aún quedan algunas consignas indignadas del 15-M, que se niegan a desaparecer del paisaje urbano. Y, luego, también se leen reivindicaciones solitarias. En el Pou de la Figuera, por ejemplo, un gran cartel grita: «No a los transgénicos». Con el hábito de buscar pancartas reivindicativas, esta cronista también se topa con banderas en los balcones. Desde que empezara la Eurocopa, los pabellones de los países que están en el césped, y en la pantalla, han colonizado las fachadas de los edificios.

En la calle de Canuda hay una bandera alemana que hasta tiene un listón para que se aguante tiesa. En la calle de Balmes hay banderas independentistas -en este caso nada que ver con la Eurocopa- y una bandera irlandesa que se quedó en suspense. En la calle de Xuclà, hay una bandera austriaca sin que se sepa muy bien por qué. En la calle Ample vive Italia. En todos los barrios, oscila la bandera de España.

Son tantas las banderas que esta cronista recupera el atlas y se lo toma como un juego. ¿En qué momento la territorialidad pasó a ser una expresión de los balcones de la ciudad? A las banderas de la Eurocopa, se suman la bandera del Tíbet, de Brasil, de Argentina, de Filipinas, de Andalucía y hasta del Barça como territorio...

El sábado -tras una explosión de petardos, de nuevo había levantado la vista- esta cronista se encontraba con las banderas de la crisis. Sobre la estación de França serpenteaban cuatro pendones. La bandera de Barcelona está hecha trizas. Las de España y Catalunya están maltratadas. La de Europa es la que está mejor, pero tampoco es para tirar cohetes.