Noche de 'rondovski' en Gràcia

¿Imaginan a Eduardo Mendoza cantando? Petrushévskaya lo hizo en el Heliogàbal de Gràcia

La escritora Liudmila Petrushévskaya durante su cabaretera actuación en el Heliogàbal, en Gràcia.

La escritora Liudmila Petrushévskaya durante su cabaretera actuación en el Heliogàbal, en Gràcia.

OLGA MERINO

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En estos días de letras y rosas, aterrizó en la ciudad la escritora Liudmila Petrushévskaya (Moscú, 1938). Se trata de una rusa muy rusa que traía novedad libresca bajo el brazo, pero a quien el cuerpo, más que firmar libros, lo que le pedía en verdad era cantar, y acabó haciéndolo en un garito de Gràcia: el Heliogàbal (Ramón y Cajal, 80), una calle que algunos llaman de Jamón y Cajal.

La chispa del asunto estriba en tratar de explicar quién es la Petrushévskaya. Cultiva la novela, el cuento, la poesía y el drama. También pinta y, encima, reveló hace una década que de jovencita había querido ser Édith Piaf y que se moría por cantar, una confesión explosiva en Rusia cuyos dimes y diretes a ella se la refanfinflaron: a punto de cumplir los 77, está de vuelta de todo, sabedora de que escribe como una pantera; es una grande entre los grandes. Para ponerse en situación, es como si Cristina Fernández Cubas deleitase a sus lectores con una noche de boleros, o como si Eduardo Mendoza convocase a los suyos para una velada de standards de Sinatra, o como si Jaume Cabré ofreciera milongas de tango arrabalero entre novelón y novelón en el Tinta Roja del Poble Sec. Bien mirado, tal como se está poniendo el asunto de la escribanía, tampoco parece tan marciano.

¿Y qué canta la Petrushévskaya? Pues lo que le viene en gana, faltaría más. Viejos romances rusos y canciones en italiano, inglés, francés y alemán, a veces en la lengua original y otras en su propia traducción libérrima. Por ejemplo, la noche del Heliogàbal —fue el lunes, en una actuación única— se despachó con una versión histriónica de Non, je ne regrette rien, donde, en lugar de frasear la letra original, desgranó la historia de una chica que acaba de cortar con el novio para siempre, pero, ay, en el mismo día de la ruptura ya le ha llamado seis veces. «A las rusas nos pasa mucho», apostilló la autora.

Algo de verdad habrá en eso cuando sus mejores relatos están habitados por mujeres solas: solteras, divorciadas, amantes de algún casado, viudas, abuelas con nietos predadores... Nadie como ella ha captado la desesperación doméstica de los rusos, ese microcosmos de vodka, pobreza y sordidez, una gavilla de narraciones destiladas al fuego lento de la cocina, pegadas a los susurros del fregadero. Mujeres que hacen piruetas absurdas para mantener el amor a flote, como las que protagonizan los relatos que ha estrenado este Sant Jordi: Hi havia una vegada una noia que va seduir el marit de la seva germana, i ell es va penjar d'un arbre (Edicions del Periscopi / Marbot Ediciones), una colección prologada por Xènia Dyakonova, profesora de la Escola d'Escriptura del Ateneu Barcelonès, y en exquisita traducción de Miquel Cabal Guarro.

Se da la circunstancia de que el traductor, Miquel, licenciado en Filología Eslava, es el copropietario del Heliogàbal, uno de esos locales que programan poesía y música fuera de los circuitos y dan al barrio la pátina de lo que es: la república independiente de Gràcia. Un recinto que congregó el lunes a los clientes habituales, treintañeros, gente guay de la cooltureta que bebe cerveza a morro, jóvenes que podrían haber sido los nietos de la Petrushévskaya y a quienes ella abroncó como si hubiesen estado en el salón de casa con las patas sobre la mesa. Por el móvil. Por esos secretitos pegados a la oreja.

Beneficios, al orfanato

Ella ama el género del cabaret en lo que fue en el Berlín de los años 20, en el Moscú de las vanguardias, y así lo cultiva en su país, vestida de época: música buena, una picardía, un comentario con el colmillo político. Fue una lástima que la audiencia fuera escasa el lunes —una cincuentena de personas, tampoco cabían más—, porque los beneficios del recital iban para un orfanato ruso.

A la escritora la precedía cierta mala fama por su carácter airado y sus reacciones imprevisibles —el miércoles, tardó una hora en llegar a la conferencia en el CCCB—, pero los mitómanos solemos perdonar. Producía cierta ternura verla sentada en una silla al acabar su actuación en el Heliogàbal, con su maletita y calzada con bailarinas, a la espera de que Miquel y Xènia se la llevaran a cenar y de vuelta al hotel. Era su primera vez en Barcelona.

El padre de la escritora se largó un día de casa y ya no volvió —un tema recurrente en su obra—. Tuvo familiares represaliados y fusilados por Stalin. Se crió en un orfanato. Enviudó a los treinta y pocos. Y, aun hoy, su pensión es el único dinero contante y sonante que entra en casa, con el que mantiene a sus hijos.

En verdad, debajo de la cáscara de cada ruso habita un personaje del inmenso escritor que fue Chéjov.