El mítico Cavern Club de Les Corts

Los propietarios del bar museo La Garrafa llevan 27 años interpretando canciones de los Beatles

GARRAFA

GARRAFA / periodico

OLGA MERINO

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Lo peor del brexit no ha sido la carambola de que Bruselas se zampe ahora con patatas a Boris Johnson como ministro de Exteriores, sino la sacudida emocional de tener que decir adiós -es un poner- a pequeños refugios tan británicos como el gintónic, las inocuas conversaciones en torno al tiempo atmosférico, las novelas de Dickens y, sobre todo, las canciones de los Beatles. Por de pronto, el barrio Les Corts atesora un arsenal: en el bar La Garrafa (Joan Güell, 150), los propietarios y conductores del local, Ricky Rodríguez y Joan Fuster, las interpretan cada noche, de lunes sábado, desde los últimos 27 años.

Ambos se conocieron haciendo la mili en Zaragoza en el año del atentado contra Carrero Blanco, un tiempo aquel, apunta Joan con sorna, en que todavía “ni habían construido los túneles del Bruc”. Les tocó en el Centro de Instrucción de Reclutas de San Gregorio, un frío pelón en mitad de la nada, de manera que aquel par de quintos polacos remataban las horas muertas, que eran muchas, tocando la guitarra en la litera de arriba con los pies colgando. Luego se perdieron el hilo hasta que un buen día, muchos años después, Joan se presentó en La Garrafa pidiendo curro como músico. “Ostras, tú y yo, ¿de qué nos conocemos?”. Así fue cómo le dieron la vuelta al establecimiento convirtiéndolo en un museo de la beatlemanía.

En realidad, el local lo había abierto Ricky en 1976, en la época dorada de los pubs, cuando Quilapayún y todo aquello, cuando la gente bajaba al bar de la esquina a conocer gente y socializaba con el cubata y el platillo de kikos, en lugar de las quedadas a matar Pokémon con el móvil. La Garrafa aún conserva, ay, una de aquellas mesas con agujeros exactos para encajar el vaso de tubo.

DESDE LA MONUMENTAL

Un dúo entrañable el que forman Joan & Ricky. Y encima suenan bien porque ambos son músicos y ejecutan con bases e instrumentos de verdad, como la Fender Stratocaster. Nada que ver con aquellos pubs de antaño donde el primer espontáneo agarraba la guitarra y se complacía en dar la tabarra al personal con cuatro acordes beodos. “Me hice músico por ellos -asegura Joan-, porque suya era la música que sonaba entonces, con la que aprendí a tocar. Los Beatles fueron pura magia”. Pocos grupos de pop-rock han quebrado tantas barreras intergeneracionales, de raza y clase social.

Sigue Ricky el relato: “Yo tenía 14 años cuando el concierto de la Monumental, al que fui con mi padre y un amigo mío, y en cuanto escuché el Twist and shout, me dije: ‘Aquí ya se ha acabado todo’”. Se refiere, claro,  a que la España desarrollista venía de bailar el Me lo dijo Pérez.

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Por aquel mítico recital, el único que dieron en Barcelona, el 3 de julio de 1965, el cuarteto de Liverpool cobró 5.000 libras esterlinas, según reza en la fotocopia del contrato original que cuelga de la pared. Por doquier, del techo a los zócalos, fotos de los fab four (Paul, John, George y Ringo) y algunas piezas de memorabilia dignas de mención: un puñado de polvo auténtico, polvo empapado de mística y sudor, procedente de The Cavern Club, el local de Liverpool que acogió las primeras actuaciones de los Beatles en Inglaterra; y el acta matrimonial de John Winston Lennon y Yoko Ono Cox expedida por el registro civil de Gibraltar.

Hablando de reliquias, aprovecho estas líneas para desmentir rotundamente una leyenda urbana en circulación: que el Cavern de Les Corts custodia un vello púbico de Yoko Ono metido en una bolsita de plástico y adquirido en una subasta. Falso. Pendeja, una servidora por habérselo creído. Disimulo cierta decepción absurda sacando el recurso del brexit. “Antes del referéndum, ya tenía claro que 'fotrien el camp' -dice Ricky-. ¿Quién va a decir a los ingleses cómo tienen que administrar sus fronteras?”. Siempre fueron algo piratas, sí.

Pues que se vayan si quieren, pero que dejen en consigna el equipaje, incluida la primera lección de inglés, aquella que demostró que el yeah, yeah, yeah no se lo había inventado Conchita Velasco.