BARCELONEANDO

Melancolía de las cabinas

Un hombre habla por el teléfono móvil apoyado en una de las cabinas de la plaza de Catalunya, hace unos días.

Un hombre habla por el teléfono móvil apoyado en una de las cabinas de la plaza de Catalunya, hace unos días.

MAURICIO BERNAL

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Es un privilegio -melancólico, seguramente- asistir a la desaparición de una especie, al menos para poder decir, luego, que se estuvo allí, que se vieron los últimos ejemplares, para asombrar a los hijos con relatos de la época en que existía el dodo, en que existía el dinosaurio, la máquina de escribir, la calculadora. Es posible que no se haya dado la debida importancia a la noticia de que las cabinas de teléfono serán barridas de la superficie urbana a final del próximo año: en lugar de fotografiarlas como el objeto obsoleto en que ese anuncio las convierte -ese anuncio y todo lo demás-, en lugar de solazarse con la ensoñada contemplación de un artilugio que de aquí a poco será pieza de museo, en lugar de, por qué no, hacerse una foto hablando por esos colosales auriculares -como se las harían muchos si un dodo apareciera por ahí-, el grueso de la población pasa por delante y por detrás de ellas con escandalosa indiferencia, como si fueran otro plátano de los que pueblan la ciudad. Y no: habrá plátanos habitando las calles cuando las cabinas no sean sino un recuerdo remoto en la mente de un abuelo con memoria, pasto de relatos junto al fuego si es que entonces se lleva todavía el placer de conversar junto a la hoguera.

Las especies que desaparecen lo hacen probablemente después de exhalar un último gruñido, defecar por última vez junto a un árbol o comerse otro animal. Incluso los objetos, una máquina de escribir: morirá después de un postrero suspiro del timbre marginal. Las cabinas, en cambio, fenecen con una noble pasividad. Las cuatro que hay clavadas en el suelo entre la Rambla y la calle de Bergara, en la plaza de Catalunya, probablemente uno de los mayores conglomerados de la ciudad, tendrían, de tener rostro, el aire de menguadas matriarcas que saben que están contadas sus horas, y que se enfrentan al declive con dignidad. Son cuatro cabinas dobles, es decir, podría haber ocho teléfonos, pero todas sin excepción están huecas por un lado. Además, un teléfono está averiado y otro tiene estropeado el mecanismo de la ranura; parecen los últimos ejemplares de una especie diezmada por la enfermedad. Pero, enfermas o no, al menos están acompañadas: una cosa es pasar los últimos días en familia y otra, mucho menos grata, hacerlo en la soledad de cualquier esquina.

Supervivencia de la farola

Cuatro horas, cuatro, y nadie les presta atención. La pequeña plataforma inferior podría ser utilizada como apoyo, para apuntar cosas, quizá, pero eso también forma parte del pasado: el papel, los bolígrafos, el empleo de la mano para escribir. Solo una vez alguien hace uso de ellas y es una madre que atiende a los reclamos de su hijo, que lo alza en brazos y lo deja jugar con el aparato. Eso es una cabina: una especie en extinción o un monumento o un divertimento para niños. Sería fácil ver una forma de orgullo en su manera de sobrevivir, incólumes mientras la gente pasa alrededor hablando por el móvil, pero en realidad no inspiran más que melancolía, como todo lo condenado a la extinción. Rodeadas de objetos que dan muestras de tener algo más de vida por delante, farolas que iluminan por las noches, buses que transportan ciudadanos, semáforos para regular el tráfico, la tragedia de las cabinas es doble. Es saber que todo eso seguirá existiendo. Si hablaran sería para lamentarse, como todo moribundo.

Ni siquiera parecen tener utilidad como soporte publicitario, y la única empresa que anuncia en los laterales es la de telefonía, es decir, la propietaria. Quién sabe, tal vez anunciar en una cabina telefónica resulta en una mala imagen, por viejas, por obsoletas. Podrían quitarlas ya: probablemente nadie, o en todo caso una marginal minoría, las echaría de menos, y en cambio les ahorrarían el dolor de la agonía. ¿Tienen algún amigo las cabinas telefónicas? Alguno, es posible. Los que no tienen móvil. Aún queda alguno.