Maragall fue pionero con sus estancias en casa de vecinos

C. C. / BARCELONA

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La fotografía de la semana es la del diputado de Podemos Alberto Rodríguez y sus rastas, con un Mariano Rajoy estupefacto al fondo, como si no supiera que así son muchos españoles. Las recetas contra esta clase de ignorancia son variadas. Pasqual Maragall (es el caso recurrente que se suele citar) fue de los más audaces en la búsqueda de este tipo de remedios cuando era alcalde de Barcelona. Cada cierto tiempo se instalaba a vivir una semana en casa de algún vecino que le ofrecía una cama. Lo habitual no era encontrar comodidades, pero el alcalde, terminada esa experiencia, volvía a su piso de la calle Brusi con un mayor conocimiento de las complejidades de su ciudad.

Que fuera Maragall quien lo hiciera, eso sí, le ofrecía un plus de notoriedad que otros alcaldes, con recetas similares, no han obtenido. Más reservado, por ejemplo, ha sido siempre Antonio Balmón, alcalde Cornellà, que nada más relevar al hierático José Montilla en el cargo reservó en su agenda un hueco para cenar en casa de vecinos de la ciudad, malo para la dieta, pero bueno para revalidar resultados en las urnas. No suele presumir de ello, pero se sabe que, como juegan en casa, los vecinos no se cortan en sus opiniones.

Este tipo de aproximaciones, no obstante, suelen ser desaconsejables en casos de desesperación política. Eso, más o menos, le ocurrió a Jordi Hereu en su recta final como alcalde. Apostó también por las cenas. Una de las primeras fue ¡en Madrid!, en casa de Ana Rosa Quintana. Perdió las elecciones.