Siempre se vuelve al primer amor

Manel Valls, la semana pasada, en la inauguración de su exposición en la galería H2O, de la calle Verdi.

Manel Valls, la semana pasada, en la inauguración de su exposición en la galería H2O, de la calle Verdi.

RAMÓN de España

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Después de tres décadas de no enseñarle a nadie lo que hacía, Manel Valls (Barcelona, 1952), pintor y otras muchas cosas (el hombre, como se dice en catalán, ha fet tots els papers de l¿auca), inauguró hace unos días en la galería H2O de la calle Verdi una exposición titulada como una canción de Paolo ConteVia con me. Se trata de una serie de cuadros ultra coloristas -postimpresionismo con influencias pop, dice él- de pequeño formato que ha pintado a lo largo del último año y medio a destajo, con la misma actitud compulsiva y entregada que ha adoptado en todo lo que ha hecho desde que le conozco, que ya hace tiempo, por cierto.

A mí me encanta Paolo Conte, y Via con me es una de sus mejores canciones -aunque mi natural melancólico me lleva más hacia Genova per noi-, pero la canción que me venía a la cabeza mientras deambulaba por la galería la tarde de la inauguración es aquella, cuyo título he olvidado, en la que el narrador asegura que siempre volvemos al primer amor. Supongo que porque la pintura fue el primer amor de nuestro hombre, como él mismo reconoce: «A los 16 años vi una exposición de Miró y fue como una epifanía. En ese momento decidí que quería ser pintor».

Cuando le conocí a finales de los 70 del pasado siglo, Manel pintaba y compartía estudio con su amigo Fernando Megías, pero ya había pasado por una etapa conceptual y hasta había dirigido una galería de arte, la mítica G, tras sustituir a José María Martí Font, figura señera del underground barcelonés y excorresponsal en Francia y Alemania de El País. Siempre con un ojo en la taquilla, Manel había puesto en marcha, a medias con Carlos Pazos, los Bailes selectos, unas veladas retro que se celebraban en el hoy extinto Salón Cibeles y que congregaban cada fin de semana a lo mejor de cada casa para emborracharse a los sones de la orquesta de Raúl del Castillo, del primer Ricardo Solfa o del también desaparecido Jordi Farràs, más conocido como La Voss del Trópico. Durante unas pocas temporadas, los Bailes selectos fueron una fábrica de billetes que luego eran sabiamente invertidos en Bocaccio y otros centros de esparcimiento por Manel y Carlos, en beneficio de los happy few (¿a que suena mejor que gorrones?) de su círculo íntimo, entre los que figuraba un servidor. Carlos insiste en que una noche me pasó un fajo de billetes en Bocaccio para que se lo guardara y que yo lo arrojé al aire, creando un tumulto sensacional (lo cual debe ser cierto porque no lo recuerdo).

Después del Cibeles, Manel se metió a productor cinematográfico, recurriendo una vez más a esa admirable desfachatez que ha marcado toda su vida y a la que, me temo, no tuvo más remedio que recurrir para salir adelante: yo le había confundido con un burgués del Eixample, pero enseguida descubrí que su padre se ganaba la vida lustrando zapatos y que cuando la jornada había ido mal, el pequeño Manelet era enviado a cenar a casa de una tieta: la educación ideal del superviviente, que es lo que siempre he considerado a mi amigo. Un superviviente con una capacidad de generar entusiasmo fenomenal: formar parte de su círculo no te garantizaba la fama y la fortuna, pero sí una diversión ilimitada, fruto de una peculiar mezcla de proyectos estimulantes que no salían, planes posibilistas que a veces sí y a veces no y alguna que otra idea de bombero. Durante una época tuvo un bar en GràciaEl café del sol, y ahí, o en el aledaño Envalira, te citaba para explicarte su próximo proyecto, a menudo irrealizable y siempre divertido, en el que, por supuesto, ya te había incluido. Puede que con Manel uno nunca llegara a ninguna parte, pero es la manera más divertida de no llegar a ninguna parte que yo haya conocido.

Reinventarse

Cuando acabó con el cine (o el cine acabó con él), Manel no se dio por vencido. Nunca lo hace. La frase de la ranchera Porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme, no se escribió para él. Tras un período especialmente negro de su existencia, cuando los amigos pensábamos que pintar a mano figuritas de San Pancracio era el paso previo a la muerte civil (y puede que también física), Manel se reinventó como escritor de literatura infantil, pilló una agente y se puso a ganar dinero, y ahora tiene en el cajón un policial que igual ve la luz.

Ha vuelto a la pintura, el primer amor de su vida, y yo lo vi muy ilusionado al respecto. La constancia nunca ha figurado entre sus virtudes, cosa irritante en otros, pero que en él es toda una seña de identidad. El superviviente Valls es un gran tastaolletes, pero no un frívolo. A mí fue la primera persona que me habló de Marcel Duchamp y aún recuerdo la brillantez del discurso. No sé cuál será la próxima reencarnación de Manel Valls, pero ahora es pintor. De momento, claro.