HISTORIAS OLVIDADAS DE BARCELONA

Un mamut muy cristiano

El Institut d'Estudis Catalans rememora el extravagante pasado científico del parque de la Ciutadella dentro de la campaña iniciada para frenar los planes municipales en esa zona verde

El mamut de cemento del parque de la Ciutadella, plantado allí desde 1907, era la primera pieza dedicada al Arca de Noé y acabó siendo la única.

El mamut de cemento del parque de la Ciutadella, plantado allí desde 1907, era la primera pieza dedicada al Arca de Noé y acabó siendo la única.

Carles Cols

Carles Cols

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

¿Por qué hay un mamut en el parque de la Ciutadella? A esa aparentemente tonta pregunta (la respuesta no lo es) se contestó el pasado jueves por la noche en una reivindicativa conferencia organizada por el Institut d'Estudis Catalanas (IEC), que ha decidido sumarse de este modo con tantas ganas como el que más a la aún tímida campaña que hay en marcha para impedir que el ayuntamiento convierta esa gran zona verde en un simple polo de atracción turística y de ocio ciudadano y se borre así de la memoria colectiva lo que un día fue en verdad la Ciutadella, el primer parque científico de Barcelona, aunque, escuchada con atención la exposición de los conferenciantes, Laura Valls y Oliver Hochadel, una ciencia bastante bizarre, en la acepción francesa del término. Las cosas como son. Y como prueba, el mamut, plantado ahí desde 1907 con el propósito confeso de conciliar la investigación científica con las sagradas escrituras. Iba a ser la primera de muchas otras piezas dedicadas a las bestias que no cupieron en el Arca de Noé. Solo se erigió esa.

Así que resulta el mamut, como animal antediluviano, es el testimonio que a la ciudad le dejaron personajes como Jaume Almera, diácono y paleontólogo, y entre 1906 y 1908 presidente de la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona. Él fue inspirador de esa voluntad de casar ciencia y fe, de recurrir a la investigación para demostrar que lo que cuenta la Biblia no va solo a misa, pero en realidad la construcción física de la escultura corrió a cargo de otro ministro de Dios, Norbert Font, que en aquella época era un fenomenal geólogo, y que con el mamut hizo lo que nadie antes se había atrevido a realizar en Barcelona: emplear cemento como material de construcción, técnica que recién acababan de dominar en los países anglosajones, eso sí, con algún que otro susto, de modo que incluso por eso la pieza erigida en el parque debe considerarse todo un avance de la época.

La cuestión es que el futuro de la Ciutadella es incierto. El ayuntamiento pretendió este curso político abrir una avenida en mitad del zoo para conectar el turístico Born con las playas de la ciudad. No ha desistido del todo. Y más recientemente ha sugerido que el Castell dels Tres Dragons, durante 90 años sede del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona, se recicle en una suerte de sala dedicada a contar cuentos a los niños de la ciudad. La comunidad científica está que trina. Las ciudades tienden a una suerte de amnesia selectiva. Algunas viejas historias se recuerdan hasta la pesadez y otras caen en el olvido. Parte de la de la Ciutadella encaja en ese segundo grupo. Lo del mamut es un ejemplo, pero solo la guinda del pastel al lado del relato que Valls y Hochadel, los conferenciantes del IEC, ofrecieron sobre los orígenes del actual Zoo de Barcelona.

Especies para el zoo

No es ningún misterio que el zoológico nació gracias a la ruina empresarial de Lluís Martí Codolar, que dedicó parte de su fortuna al coleccionismo de animales en la Granja Vella de Horta. Vendió sus 41 mamíferos, 120 aves y dos reptiles al Ayuntamiento de Barcelona por 30.000 pesetas. Lo interesante, en realidad, no es la transacción económica, formalizada en 1892, sino el contexto científico de la época. En Barcelona aún se mantenía viva una moda que a mediados del siglo XIX entró en decadencia en Francia e Inglaterra. Era la teoría de la aclimatación animal. Las potencias europeas habían colonizado el mundo y, entonces, algunos de sus más alocados científicos sugirieron importar al viejo continente las especies descubiertas en África, Asia y América, no por el placer de la exhibición, como si fueran el rinoceronte de Durero, sino como bestias de carga y como productos gastronómicos. En Inglaterra despuntó en esta materia, por ejemplo, el doctor Frank Buckland, que propuso poblar las praderas de Surrey con antílopes y que cató personalmente recetas que, sabiendo cómo es la cocina inglesa, hasta parecen apetitosas: sopa de trompa de elefante, boa hervida, pantera asada... La aclimatación fue una teoría científica que ha caído en el olvido. Madrid en el siglo XIX tuvo la mayor granja de llamas peruanas de Europa, pero ya nadie se acuerda.

En Barcelona la aclimatación propició que en la Ciutadella se creara el primer acuario de la ciudad, en el edificio de la cascada. La exposición era lo de menos. Aquello era la punta de lanza de un plan concebido para aumentar la diversidad ictiológica de los ríos y lagos catalanes. En diversas ediciones de la Festa del Peix (parece que había hasta un himno para ello) se soltaban centenares de ejemplares. De acuerdo. A ojos de hoy en día aquello es un disparate, pero era la ciencia de entonces, la que el IEC no quiere que se olvide.