barceloneando

¡Al lío, al lío, al lío!

Dos mujeres ante un puesto de ropa interior femenina, en el mercadillo de Sant Adrià de Besòs, el martes pasado.

Dos mujeres ante un puesto de ropa interior femenina, en el mercadillo de Sant Adrià de Besòs, el martes pasado.

OLGA MERINO

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Bragas a 50 céntimos, bobinas de hilo, cortinas para el comedor. El tinglado se monta todos los martes del Señor desde hace 20 años, sin más pretensión que la de trapichear en territorio fronterizo, pura periferia social, tierra de aluvión y luchas pasadas. Será por esas cosas de la memoria que, muy cerca del mercadillo, antes de cruzar el río Besòs, el Museu d'Història de la Immigració custodia un vagón del Sevillano, el tren de la jambre. O de la esperanza.

Paraguas de doble varilla, fundas de almohada, zapatillas de oferta con un caganer de felpa en el empeine. El mercadillo de Sant Adrià de Besòs —también lo llaman Els Encants— es una salchicha de hormigón que se acuclilla bajo el puente de la C-31 y se estiraza a lo largo de los raíles del tranvía en un doble pasillo, más de 800 tenderetes a la rebusca de la oferta. Los calcetines Fugitivos tienen mucho tirón: Yo (corazón) mis pies, dice la etiqueta.

Sábanas para soñar en colores, nueces gallegas, sartenes de las que no se pegan. Nada más adentrarse en el zoco, al visitante le envuelve un coro de voces solapadas que pretenden animar el cotarro y atraer la atención hacia el puesto propio: «Que regalo moda, nena, que la regalo». «¡De la tele, todo de la tele!». «Aprovecharse, que ya me voy». Agua, agua, agua… Se acerca la urbana con parsimonia, mientras los manteros ilegales se largan con la sábana a otra parte como en una coreografía que parece ensayada.

Altramuces. La faja lumbar. Alpiste para el canario. «La semana que viene te compro algo, maja». Magrebís con hiyab y cochecito. Un espejo apoyado en la fregoneta para comprobar lo bien que te sienta la parka. Lentejas pardinas, paloduz, pimentón.

—Ponme del dulce.

—¿Un cuarto?

—Con eso tengo para dos años.

—Pues lo repartes con la vecina.

Enero, la cuesta, el frío

Figuras para el fondo de la pecera —el timón, la vasija, el cofre—, plantillas viscoelásticas, leggins térmicos. Una gitana pregona pendientes de la Versace y la Tous, una ganga aunque el osito no haya salido muy favorecido de la troqueladora. «No os tiréis de los pelos, que hay para todas», dice un vendedor con retranca porque no hay, ni de lejos, los apretujones de otras veces. Penúltimo martes de mes, enero y, encima, frío. Pasa un jubilado con orejeras.

Hule por metros, el bolso con la calavera de pedrería, un mortero para el alioli y ajos, muchos. Ajos gordos, sanos, y colorados. De Cuenca, aseguran. «Cómprame una bolsita, guapa, que tengo cuatro niños», pide Manuel, quien se busca la vida en los baratillos ambulantes. «María, María, que traigo pinturas de marca». Pero las marías se arremolinan en torno a la caseta de Inés, con el chocolate caliente y los churros; hace rasca y apetece. Retazo de conversación pillada al vuelo: «Se ha puesto el comedor como un ambulatorio: todo de blanco».

Tinte para el pelo, el mantel antimanchas, una docena de pilas a euro. Dos mujeres paquistanís revuelven telas bajo los pilares que sostienen la autopista del Maresme, donde aún puede contemplarse parte de la instalación Diàlegs sense fronteres, del fotógrafo Joan Tomàs. Pocas ganas de hablar entre los vendedores, pocas ganas de lío. «Lo peor, la inseguridad y la suciedad —cuenta uno—. Entre semana, esto es un aparcamiento, y nos hemos encontrado de todo: jeringuillas, comedores enteros, baterías de coche, orines». Vendedores veteranos, muncho miranda, de los que miran y andan, y algún mangui de tercera generación.

Felpudos, relojes, una camiseta dice Wanhattan (lo de Wanh será por lo chino). Un hombre ofrece de extranjis un iPhone 5 —lo lleva en el bolsillo del abrigo—, mientras una feriante, que ya empieza a recoger, agita un tanga con estampado de serpiente: «Mira, chocho, pa tu marío». Puro mercadeo. Tú me vendes, yo te compro, y al revés. Como en la vida misma.