BARCELONEANDO

La estirpe de los zapatos

El fotógrafo Joan Guerrero expone su mirada cómplice sobre los quechuas en la galería Barcelona Visions

El resultado del mano a mano de los dos fotógrafos.

El resultado del mano a mano de los dos fotógrafos.

OLGA MERINO

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Una tarde memorable, medio improvisada, con tres fotógrafos de distintas décadas pero de una misma estirpe, la del zapato: Joan Guerrero (Tarifa, Cádiz, 1940), Agustí Carbonell (Barcelona, 1951) y Julio Carbó (Morella, Castelló, 1964). ¿El pretexto? La exposición del primero que comisaría el segundo en Galeria Barcelona Visions (Banys Vells, 7), una isla en mitad del bullicio guiri y el olor de gofres donde charlamos de todo y nada, de cómo ha ido cambiando con los años esta ciudad de acogida. Ellos, los tres, la conocen a fondo a través de sus objetivos.

El 'vell guerrer' -al gaditano no le disgusta que le llamen así- reaviva el chispazo mágico con que se le ocurrió el título de la muestra, que permanecerá expuesta en la galería del Born hasta el 7 de julio. Resulta que en 1996 se encontraba en Ecuador -era su primer viaje al país sudamericano-, cuando paseando por Riobamba escuchó una vieja melodía a través de la radio y la ventana de una casucha. De inmediato, se le activaron los resortes de la memoria: se trataba de 'Lamento borincano', "un bolero que yo había escuchado de niño, en la Tarifa del hambre". El cerebro y las intuiciones comenzaron a echar humo; las mejores ideas nacen así.

Muchos intérpretes han versionado 'Lamento borincano', aunque Guerrero lo prefiere en la voz rota de Chavela Vargas, y por eso pone el 'compact' en la minicadena mientras degustamos sus retratos en blanco y negro, firma de la casa.

La canción, compuesta en 1929, habla de un jibarito, un campesino mestizo de Puerto Rico, en camino hacia el pueblo cargado con sus mercancías para venderlas, mientras por el sendero se va haciendo el cuento de la lechera sin pensar siquiera, el pobre, que regresará a la choza de vacío.

En el imaginario de Guerrero el decorado tropical del bolero se transforma en el altiplano, la yegua en la llama arisca que repecha la quebrada y el jíbaro en un indio quechua. Poco importa el salto porque el camino es idéntico. "El alma de esa canción es mi gente; el lamento es el mismo porque la pobreza es universal", dice mientras señala con el dedo, una a una, imágenes del paisaje andino, la niebla, la soledad, los fardos, la niña que vende mazorcas a las puertas de una iglesia. El trayecto, la vereda, los recodos... "¿Adónde puñetas va la vida?", se pregunta.

Guerrero es un hombre autodidacta. Llegó a Catalunya con el porvenir metido en una maleta de cartón, en la oleada migratoria de los 60, y se hizo fotorreportero a base de tesón, esfuerzo, bonhomía y una curiosidad incurable por todo cuanto le rodea. Antes de acariciar la Leica -"como a una muchacha de 20 años"-, le tocó bregar duro como peón en la carretera de la Rabassada, en el Tibidado, y luego de obrero en una fundición. Tal vez por eso su mirada nunca ha dejado de ser cómplice. "La fotografía me ha aproximado al alma de las personas. Como siempre -dice-, seguiré los pasos del viento, el salitre y la tierra".

Existen fotógrafos de variada especie, como en todo. Los hay de estudio, foco y pose. Y también de calle, de quemar las botas, como estos caballeros con lo que me junto. Medio en broma, medio en serio, fantaseamos con la tontería de cuántas medias suelas habrán pegado los remendones a los mocasines de Guerrero y Carbonell, y alguien trae a colación el chiste de Paco Ontañón, otro 'crack' del fotoperiodismo que en las facturas al periódico desglosaba el par de zapatos que había desgastado tras hacer el reportaje de turno. Laura Terré, historiadora de la fotografía, recuerda la anécdota en el texto que acompaña el catálogo de 'Lamento borincano'.

Descampados y periferia

Guerrero y Carbonell, ambos ya jubilados, se conocieron en los tiempos ya lejanos de 'Mundo Diario' (1974-1980), y no habrá cabecera de la ciudad por la que no hayan pasado. Tampoco les quedarán muchas calles por pisar, cada uno en su espacio. El primero, en los descampados de la periferia, en el triángulo que conforman la desembocadura del Besòs, Can Zam y el barrio del Fondo de Santa Coloma de Gramenet, donde se asentó. "Ser de barrio es ser de charco", ha escrito Javier Pérez Andújar en 'Milagro en Barcelona', un libro espléndido amasado a dos manos sobre las nuevas inmigraciones.

El segundo, Carbonell, desde sus 185 centímetros, retrató paso a paso la transformación de la Barcelona preolímpica, el vaciado del barrio chino y la demolición del paisaje fabril del Poblenou; una de sus mejores fotos, la de un gitanillo de la Perona, se exhibe en el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC).

La conversación prosigue en un bareto de la zona, una charla que aborda al "japonesito" que habita en las cámaras digitales, la belleza del grano, el alma imperfecta que se esconde en lo analógico y las experiencias compartidas en el ejercicio de la profesión. "Cuánto nos hemos reído", dice Carbonell. De alguna forma, la nostalgia tiende a dulcificar.

Sobre la mesa, antes de regresar a casa, dos medianas y un agua con gas, una comanda muy mesurada para compartir entre cuatro, aunque nos sobra. Mesurados, pero todavía con muchas ganas de reír.