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Un jardín para leer un libro regalado

Leo coloca libros en la mesa de los jardines de Rubió i Lluch en la Biblioteca de Catalunya, ayer.

Leo coloca libros en la mesa de los jardines de Rubió i Lluch en la Biblioteca de Catalunya, ayer.

CATALINA
GAYÀ

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«Por la noche tuviste aquel sueño». Esta es la primera frase de Un hombre, un libro de Oriana Fallaci que ayer esperaba a un lector en la mesa que la Biblioteca Nacional de Catalunya, en colaboración con El Jardí, ha instalado en los laterales del Hospital de la Santa Creu. Lo cogía al azar tras una charla con Leo, el hombre que se encarga de regalar libros, porque en la mesa no se prestan, se regalan y, a cambio, se charla y quizá se regrese con un libro encontrado en la estantería de casa, ya leído.

Es el tercer año que Leo participa en Llegim al jardí, que ya alcanza su quinta edición. Charlamos de letras, de La hojarasca, de Bogotá, de que la iniciativa ha tenido una buena acogida y, luego, Leo me ayuda a observar el jardín.

Los jardines de Rubió i Lluch son Barcelona en miniatura, no por la arquitectura, pero sí por la humanidad que por aquí transita. Reúne a estudiantes de La Massana, a ancianos de toda Barcelona, a personas sin techo, a okupas, a los eruditos de la biblioteca, a los turistas que, dice Leo, cada vez son más. Todos comparten el espacio; algunos hasta conviven.

Se arranca a cantar un chico que vive en la calle. Toca la guitarra y entona un verso en el que glosa un jardín de los deseos, en versión andaluza. «Voz tiene», concluye Leo, y sí voz tiene. Está en una de las escaleras, junto a unos compañeros de la calle y cerca de unos estudiantes. Bajo la misma escalera, dos hombres juegan a ajedrez.

Al otro lado, están los aprendices de los maestros del ajedrez, que llegarán por la tarde y hasta las 19.30 horas, cuando cierran el servicio de biblioteca hasta el día siguiente. Se enfrentarán de pie a un pulso de ajedrez en un silencio sepulcral. Los ajedrecistas son hombres: filipinos, paquistanís, búlgaros, catalanes. Todos, del barrio, todos absortos. El tablero no necesita palabras; solo estrategia y respeto.

Me dice Leo que, más que ser librero, su trabajo consiste en lidiar con la soledad, que aquí es tanta que a ratos hasta se deja tocar. La mayoría del tiempo se esconde por los recovecos. Las personas sin techo y los viajeros del caballo, demasiado jóvenes, comparten los rincones alejados. En el centro, los estudiantes, ruidosos, y pasando, en un paseo que no lleva a ningún lado, los turistas. Leyendo: los ancianos. A la mesa-librería, se acercan todos, hasta los turistas. Hay libros en inglés, francés, castellano, catalán.

Cuenta Leo que este año hay más usuarios. «Entre 120 y 140 por día». En las mesas, cerca de los libros, uno puede sentarse, conectarse al wifi, ir y regresar como hacen los turistas. El espacio guarda cinco siglos de  historia y «algún fantasma», dice Leo.

Lástima del tufo a meados que va y viene como un mal aire. Lástima, sí, dice Leo. «El único baño que hay en todo el espacio es de El Jardí». «Supongo que es para que no se inyecten en el baño», digo yo. Soluciones, las hay, me corrige Leo. «En París, hay mingitorios en los que uno se pone de espaldas y ya». ¿Y las mujeres? «Las mujeres no mean en la calle». Tampoco, en los jardines.

El viento cambia y trae el aroma del azahar. Está proyectada una reforma del jardín. Ojalá se acuerden de los baños parisinos.

«El año pasado, venían muchos hombres en paro. Ahora, hay más trabajo, pero pagan cualquier cosa». Varios sacan el bocadillo: comen en las mesas que, de marzo a noviembre, están en los laterales. Mastican solos: uno por mesa. Absortos, resguardados bajo siglos de historia. H