La irritación sube a nivel 4
George Doxey propuso en 1975 un índice que retrata de forma temible la 'turistificación'
Parece solo una pregunta retórica, ¿a dónde iremos a parar?, una exclamación de quien cree que el reloj de los tiempos avanza demasiado deprisa, pero si se trata de turismo, hay una respuesta científica posible. En el año 1975, el investigador George Doxey, tras estudiar detenidamente dos destinos ya en aquellos años transformados por el exceso de visitantes, las islas Barbados y las cataratas del Niágara, concluyó que la metamorfosis que desencadena el turismo tiene cinco fases. Doxey acuñó la expresión irridex, un índice que, en el contexto de su investigación sociológica, mide el índice de irritación de los indígenas de un destino turístico a medida que se transforma su entorno. Barcelona está en pleno tránsito de la fase tres a la cuatro. La cinco será peor.
El irridex no es un dogma irrefutable. Es solo una teoría formulada cuando Barcelona era un cero a la izquierda en el negocio internacional del turismo, pero que ahora merece la pena ser repescada.
Euforia. Esa es la primera fase. Llegan los primeros turistas. Es toda una novedad. Son bien recibidos. No solo porque vienen con divisas en los bolsillos, sino porque se supone que les gusta la ciudad, pues hacen fotos. Hasta se podría decir que la llegada de turistas hace crecer la autoestima en la ciudad. Barcelona experimentó esa iniciática primera fase de la euforia con motivo de los Juegos Olímpicos. Suena a tópico, pero es así.
Apatía. El turista se convierte en esta segunda etapa de la escala de Doxey en parte del paisaje cotidiano. Su presencia ya no extraña, ni causa sorpresa, ni tampoco un cosquilleo de ilusión. Los 90 fueron años de apatía turística, entendida no como cansancio por parte de los barceloneses, sino más más bien como impasibilidad. El error habitual en esta fase es pensar que ahí acaba todo, que turismo se tiene o no se tiene. Es un error.
Molestia. La tercera fase da comienzo cuando, como consecuencia del volumen de turistas que visitan un destino, la población autóctona lanza las primeras señales de agobio. Lo interesante de esta tercera fase, no obstante, no es eso, sino la respuesta que ofrecen las autoridades locales. Como Roy Scheider en Tiburón, sacan la conclusión de que hay que adecuar la ciudad a las nuevas circunstancias. «Vamos a necesitar un barco más grande», dice Scheider al ver las dimensiones de la bestia. Eso sucede. Es una reacción no siempre suficientemente ponderada. Parte del presupuesto municipal se reorienta para satisfacer las nuevas necesidades del turismo. La reforma del paseo de Gràcia o la construcción de una marina de lujo podría interpretarse que son la expresión barcelonesa de esa tercera fase.
Turismofobia
Antagonismo. El paso de la fase tres a la cuatro es un salto a peor. Aparecen los primeros síntomas de turismofobia. No es un rechazo a Otto, a William, a Pierre o como se llame el visitante, sino al precio que hay que pagar por su presencia. Ese antagonismo se expresa en cada ciudad según el carácter local, sea el que sea. En Barcelona, por ejemplo, los vecinos de la Barceloneta se han manifestado ya varias veces. En esta cuarta fase, la respuesta de las autoridades municipales (eso tal vez está aún por llegar) es contrarrestar con campañas de publicidad si es necesario la mala imagen. Tiempo al tiempo.
Rendición. Se le podrían poner más nombres. Resignación, sumisión... En la escala irridex, es la quinta y última fase. La transformación es absoluta, tanto que cuesta incluso recordar cómo era esa ciudad o ese paraje natural antes. «El turismo es un boom y debemos acostumbrarnos», dijo el pasado lunes en una entrevista a EL PERIÓDICO Xavier Trias. Se le podría llamar a esto calvinismo económico.
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