La infraestructura del amor

Una trabajadora de La França termina de arreglar una de las habitaciones del hotel.

Una trabajadora de La França termina de arreglar una de las habitaciones del hotel. / JOAN CORTADELLAS

MAURICIO BERNAL

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No son los gemidos, gruñidos y demás sonidos de la actividad amatoria los que acústicamente hablando definen esta clase de lugares: es el rumor apagado, dulce, que producen las cortinas al rodar sobre los rieles. Amor, cópula, deseo, desatada liberación de lo primitivo o regreso a la ternura de las sábanas blancas, todo eso son conceptos secundarios, lo segundo después de lo primero, y lo primero es la discreción, y la discreción son las cortinas, omnipresentes, funcionales, dispuestas por todas partes para cumplir con su misión de siempre: proteger la intimidad. Cortinas para aislar a los que esperan, cortinas para ocultar los coches, cortinas para que nadie se cruce con nadie y cortinas para, en últimas, preservar lo que todos necesitan preservar: el secreto. Hemos venido pero no hemos venido. Aquí no ha pasado nada. Un rumor de terciopelo, algo suave, susurrante, por supuesto, señor, señora, qué clase de habitación desean.

«Se gestiona todo para que no te vean ni veas a nadie», dice Carlos Flores, gerente del hotel para parejas La França. El protocolo de la discreción impone que el personal esté en permanente contacto vía walkie-talkie, de modo que todos saben qué está ocurriendo en todas partes y en todo momento: hay una pareja en el vestíbulo, informa uno, hay otra en la sala de espera, informa otro, hay otra entrando en el garaje. Ser un profesional de este negocio implica probablemente tener un plano del edificio en la cabeza, siempre, un mapa mutante con las casillas ocupadas marcadas en rojo, una especie de campo de minas, un laberinto en constante construcción. Por aquí no se puede pasar, por aquí sí; por este pasillo… un momento; ahora. Desde la entrada del edificio hasta la definitiva intimidad de la habitación el desplazamiento de una pareja llega a tener algo de movimiento en la espesura, de acecho, un avance por tramos sujeto a los movimientos del otro, del enemigo; forma parte del plan. «Tiene algo de teatral, y lo disfruta tanto el que tiene algo que esconder como el que no. Una parte de la clientela no necesita de todo este misterio, pero tampoco les molesta».

Se te intuye, adúltero

Adormilada en otros frentes, la ciudad de los secretos parece gozar de buena salud. La Paloma, el Regàs, por supuesto La França, quizá los tres establecimientos más conocidos del ramo, apenas dan abasto los fines de semana. «Viernes y sábados por la noche, esto está lleno», dice Flores. El quién y el cuándo de estos lugares no debe ser tomado a la ligera, toda vez que establecen una especie de geografía del amor, unas coordenadas, las de lo prohibido acaso. «Las que más vienen son las personas de mediana edad. Las parejitas, los novios, esos son más de fin de semana. Entre semana se ven más las extramatrimoniales». No se declara la naturaleza de la relación durante el registro, naturalmente, pero la infidelidad al parecer tiene unos gestos, una manera de presentarse, algo etéreo, una pulsión, tal vez, que son capaces de detectar los que día a día están aquí, viendo desfilar parejas. «Se intuye», dice Flores. O bien: lo llevas, adúltero, escrito en la frente. En el mundo de la infidelidad el mediodía tiene al parecer categoría de clásico, y todo está dispuesto para que la pausa breve de la comida sea aprovechada, disfrutada al máximo. «A mediodía vienen escapados, sí, con el tiempo contado, y procuramos hacer un registro muy exprés».

Nunca han sido especialmente amigos de mostrarse, de hacerse públicos, en parte porque va contra el encanto de esa genética discreción, en parte porque les basta con ser pasto del boca a boca, pero la arrolladora crisis les ha llevado a agruparse como marca -Super Love Hotels- y a publicitarse como tal. Súper hoteles del amor. Incluye a los tres ya citados y al Punt Catorze, de Gavà. Súper amor, súper discreción, súper infieles, súper amantes. Ese es el lenguaje. Y el sonido, ya se sabe: el de una cortina escondiendo pecados.