BARCELONEANDO

Días felices en la unidad coronaria

La sexta planta del Hospital Clínic alberga un Palacio del Placer cuya única pega es que para disfrutarlo hay que sufrir un infarto

Unidad de reanimación del Hospital Clínic.

Unidad de reanimación del Hospital Clínic. / periodico

RAMÓN DE ESPAÑA

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En pleno centro de Barcelona, hay un Palacio del Placer que muy pocos ciudadanos conocen. Está en la sexta planta del Hospital Clinic y solo tiene una pega: para disfrutarlo, previamente hay que sufrir un infarto, que es lo que me ocurrió a mí la mañana del sábado 29 de octubre. Me desperté a eso de las cinco con un pinchazo muy molesto en el pecho y, como soy de natural agonías, consideré que estaba siendo víctima de un ataque de pánico, algo bastante común entre las personas con tendencia a la melancolía.

Tres horas después, viendo que el dolor no remitía pese a la ingesta de dos comprimidos de Trankimazin, caí en la cuenta de que igual me estaba infartando. Me vestí, salí a la calle, me fumé un pitillito mientras esperaba que pasara un taxi y acabé presentándome en Urgencias a eso de las ocho y cuarto. Tras unos minutos en una silla, se hicieron cargo de mí dos simpáticos galenos.

Cuando vi que se convertían en seis o siete, deduje que lo mío no era ninguna broma. Tras ser informado de que, efectivamente, me había infartado, uno de los médicos me espetó lo siguiente: “¿Sabía usted que el 30% de los que intentan llegar a Urgencias por sus propios medios acaba reventando en el asiento trasero del taxi?” Pues la verdad es que no lo sabía, pero intuí que más me habría valido llamar a una ambulancia.

A partir de ahí, se pusieron todos manos a la obra –que era yo-, y me inflaron de morfina nitroglicerina mientras, a mi izquierda, un muchacho de raza negra que solo hablaba inglés y se había puesto de farlopa hasta el trasero, gimoteaba a causa del patatús y solicitaba hablar con la autora de sus días. "'I want to speak to my mom!'", clamaba el desdichado. Nos recauchutaron al mismo tiempo, aunque a mí hubo que meterme algo por el brazo para llegar a la arteria obturada y despejarla y a él creo que bastó con estabilizarlo.

FELICIDAD

Felizmente atontado por la morfina –consideré la posibilidad de pedir Propofol, que es lo que tomaba Michael Jackson y que aún coloca más, pero la desestimé para no parecer un gorrón-, le oí hablar con su madre, tranquilizarse y darse el piro tras dar las gracias a la noble institución que lo había sacado del marrón gratis total. "'You are ok, you are ok' --le decía la enfermera--, Stop taking cocaine". Y como a repelente niño Vicente no hay quien me gane, levanté un dedo y, dopado hasta las cachas, farfullé: “La expresión correcta es 'Stop using cocaine'” ¡A ver si la muerte se va a imponer entre uno y su tendencia natural a corregir a la gente!

La felicidad empezó esa misma mañana, cuando me trasladaron a la Unidad Coronaria, un prodigio de alta tecnología que no lleva ni un año instalado en el Clinic y que ojalá se alquilase para fiestas privadas. Consta de ocho boxes controlados desde un puente de mando central en los que puedes dormir sin tasa y sentirte la persona más protegida de la Tierra.

No experimentaba una sensación igual desde la infancia, cuando me curaba los resfriados en la cama y mi mamá venía a verme de vez en cuando con un zumo de naranja en la mano y luego se quedaba en la puerta de mi cuarto, viendo la tele por una rendija, hasta que volvía a quedarme frito. Ya sé que suena raro hablar de placer cuando te acabas de infartar, pero hay algo muy agradable en esa sensación de que ni controlas nada ni falta que te hace, pues un montón de gente está pendiente de ti y de tus más nimias necesidades.

SUEÑOS

En la Unidad Coronaria tuve unos sueños extrañamente estructurados, con su exposición, su nudo y su desenlace: lástima que ya no los recuerde. No se me coló en el cerebro ni una sola pesadilla. Como me encanta dormir, me dediqué a ello con saña, consiguiendo incluso programarme alguna fantasía erótica de alto voltaje.

Dormir, sudar, ingerir alguna porquería sin sal de vez en cuando… Así pasaron cuatro días agradabilísimos en los que descubrí, entre otras cosas, que al orinal se le conoce como “porrón” –aunque una enfermera gallega me dijo que en su tierra lo llaman “conejo”-- y que hasta al horror se le puede sacar partido si uno está lo suficientemente perturbado, como parece ser mi caso. Cuando me trasladaron a una habitación, me deprimí un poco, pues era como pasar del Belaggio de Las Vegas a una pensión madrileña de postguerra como de novela de Cela, y mi compañero de penurias, aunque era muy buen chaval, se parecía un poco a mosén Xirinacs.

Abandoné el Clinic ocho días después más sereno y más zen de lo que había estado en toda mi vida. Y sintiendo cierta nostalgia de ese Palacio del Placer en el que, entre otras maravillas, cuatro mujeres te lavaban sin moverte de la piltra. “¡No se quejará!”, me espetó una de ellas, “¡Cuatro tías para usted solo!”. No me quejé, aunque para conseguirlo fuese menester infartarse, como para acceder al Palacio del Placer. En fin, al que algo quiere, algo le cuesta, ¿no?