Días de cine en Sitges

Debería estar en el festival de Sitges en vez de quedarme en casa acabando un libro cuya fecha de entrega se acerca implacable

Ramón de España

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La vida es injusta, amigos. Se está celebrando el festival de cine de Sitges y yo aquí, encerrado en mi zulo del Eixample, tratando de terminar un libro cuya fecha de entrega se aproxima de manera ominosa sin que se me ocurra una excusa razonable para retrasarla, más allá de mi habitual confusión mental, que ya no conmueve a nadie. Me queda la nostalgia, eso sí, porque yo en el festival de Sitges me lo había pasado pipa en otros tiempos. Prepárense para otra batallita de tío Ramón.

Durante la década de los 90 -el período más estimulante de mi vida periodística, junto a la Transición, vista desde una óptica alternativa y underground-, quien esto firma se instalaba cada año 10 días en un buen hotel de Sitges y se dedicaba a ver películas, entrevistar a actores y directores y comer y beber sin tasa, todo ello por cortesía de la organización del festival. El País, que se podría haber conformado con enviar a Sitges al eficaz Mirito Torreiro, me incluía en el paquete, y lo único que yo tenía que darle a cambio era una conversación diaria con alguien. A veces había que aguantar a personajes que, recurriendo a Borges, se creían soñados -pienso, por ejemplo, en Marc Recha y Oscar Áibar-, pero si todo iba bien podías acabar charlando, como así fue, con Natasha Henstridge- la protagonista de Species, que ahora se ha puesto algo fondona, pero entonces estaba que crujía- o la mismísima Cameron Díaz, que promocionaba La máscara y, además de preciosa, era un encanto de persona.

El papeo estaba controladísimo gracias al bueno de Mirito, tragaldabas con criterio que siempre me llevaba a unos restaurantes magníficos, ya que en esos años de esplendor se podía pasar de los vales de comida que te proporcionaba el festival. El primer director al que traté fue el gran Joan Lluís Goas, uno de los tipos más divertidos que he conocido en mi vida, quien se movía por Sitges en un Mercedes negro y adoptaba socialmente una actitud a lo Jay Gatsby en las fiestas de su mansión de los Hamptons. Luego se metió en el mundo del teatro musical y le acabaron buscando la ruina sus socios por un quítame allá ese desfalco, proceso que no sé en qué fase se encuentra porque hace mucho que no veo a Goas. Yo quiero creer que es inocente, pero le seguiré apreciando aunque se demuestre lo contrario: si me diesen a elegir entre dejarme timar por Goas o por Jordi Pujol Ferrusola, optaría sin dudarlo por Goas, que me cae muchísimo mejor.

Luego vino Xavier Catafal, un tipo encantador entre cuyas virtudes no figuraba precisamente la diplomacia. Carente de la más elemental mano izquierda, a Catafal le reventaban enormemente las injerencias de los políticos locales o del conseller de Cultura de turno. Duró un año en el cargo y luego montó una distribuidora de cine asiático que no sé qué tal le va, pues también hace tiempo que no sé nada de él. A continuación, le tocó el turno a Àlex Gorina, cuya entrañable tendencia al autobombo convirtió al director del festival en una estrella, sobre todo el día que se presentó en no sé qué acto disfrazado de boxeador y envuelto en un batín satinado que lucía en la espalda su nombre de guerra, Gorila Gorina. Ahora está al mando Ángel Sala, que es al festival de Sitges lo que Miquel Iceta al PSC: siempre ha estado allí, primero al cargo de secciones menores, luego ascendiendo por el escalafón y, finalmente, llegando a la cima, donde lo está haciendo francamente bien. Cada vez que me lo cruzo en el Video Instan, me ofrece entradas gratis para lo que me apetezca, que yo declino porque no voy a escribir nada al respecto y porque los gorrones también tenemos nuestra dignidad. Ángel es tan buen tío que, si no fuese por la crisis, creo que le sacaría hasta unos días de hotel gratis, pero a los De España nunca se nos ha educado así.

La madre de 'El exorcista'

Prefiero quedarme en casa y rememorar las charlas con Santiago Segura, las comilonas con Álex de la Iglesia- por cierto, mamón, a ver si me devuelves las llamadas, que ya estoy harto de dejarle mensajes a tu secretaria-, la sonrisa de Cameron Díaz, los baños de mar en los días de sol, las carreras bajo los chaparrones los años en que se adelantaba el invierno y hasta las brasas de Carlos Pumares. Hubo un año que me incluyeron en el jurado, y fue un placer compartirlo con Ellen Burstyn, la protagonista de El exorcista, que siempre apartaba la vista de la pantalla en los momentos más sangrientos. Me encantó poder premiar al actor Benoit Poelvorde por Sucedió cerca de su casa, aunque luego me llevase una (¿cariñosa?) bronca del siempre severo Esteve Riambau por no haber galardonado al Harvey Keitel de Reservoir dogs.

También echo mucho de menos al público, que siempre fue de traca, pero para eso necesitaría otros tres folios.

Nunca acabé de entender que me pagaran por ver películas y entrevistar a gente de la farándula, pero lo consideré todo un logro.