El día que murió Franco

El Caudillo que me tocó soportar era un viejo pelmazo que gozaba prohibiéndomelo todo

Multitudinario acto fúnebre por el dictador en Barcelona, en noviembre de 1975.

Multitudinario acto fúnebre por el dictador en Barcelona, en noviembre de 1975.

RAMÓN / DE ESPAÑA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El día que murió Franco, yo tenía clase de inglés en el Instituto de Estudios Norte Americanos de la Vía Augusta, a dos pasos de la plaza Molina. En la facultad de periodismo -cuyos profesores eran de una mediocridad desoladora: no recuerdo con afecto ni a uno solo de ellos, por progres que fuesen, y espero que hayan mejorado un poco las cosas desde entonces-, a nadie se le había ocurrido incluir en el programa de estudios la lengua inglesa, por lo que si querías aprenderla más valía que te buscaras la vida. En teoría, el inglés era fundamental para la práctica del periodismo; en la práctica, yo quería saber qué decía Bob Dylan y poder leer a Scott Fitzgerald en versión original: tenía 19 años, disfrutaba de ese privilegio juvenil que es el solipsismo y pasaba de la política, pues lo que realmente me ponía eran los nuevos discos de David Bowie, Lou Reed o Roxy Music y tragarme en la filmoteca las películas de Wim Wenders y Rainer Werner Fassbinder.

El día que murió Franco me tomé unas cervezas con un amigo antes de entrar en clase de inglés porque era una costumbre que habíamos adquirido, no por celebrar que el dictador la había diñado, acto que siempre me ha parecido un pelín miserable, aunque muy propio de toda esa gente que, mientras almacenaba el cava en la nevera, luchaba ferozmente contra el régimen desde Òmnium Cultural o renovando anualmente la suscripción a Cavall Fort de sus hijos. Aunque mis estudios oficiales eran los de periodismo, en esa época cursaba también la carrera de dipsomanía, en la que me doctoré cum laude unos años después, aunque ahora haga ya mucho tiempo que dejé de ejercer. Por eso la pillé el día que murió Franco. Por eso y para aguantar el ambiente fúnebre que se respiraba en casa, ya que mi padre, mi madre y mi abuela materna no eran más franquistas porque no entrenaban lo suficiente. Los pobres llevaban días pegados al televisor, viendo venir el luctuoso acontecimiento y tragándose todos los partes del equipo médico habitual. Un día se me ocurrió comentar lo humillante que tenía que ser para un hombre de orden como el Caudillo lo de producir heces en forma de melena -concepto repetido hasta la saciedad durante su agonía-, y si no me arrojaron por el balcón debió ser porque no pillaron la ironía o porque consideraron que ya había dejado atrás la edad de zurrarme la badana.

Los mendas de mi edad

Nada me gustaría más que rememorar mi contribución a la lucha antifranquista, como han hecho tantos mendas de mi edad que tampoco dieron un palo al agua al respecto, pero la verdad es que se redujo a un par de manifestaciones -era emocionante lo de hacer como que te oponías al régimen establecido- y a alguna reunión en pisazos de la zona alta de Barcelona, dirigida siempre por algún chaval del Partido (solo había uno digno de tal nombre y era el único que hacía algo, pues nunca me crucé en aquellos tiempos con un solo sociata ni con ningún independentista) con padres progres y tolerantes que se consideraban perdedores de la guerra civil, pero vivían mucho mejor que ganadores como mis padres, que moraban de alquiler en un edificio del Eixample sin ascensor. Gracias a esos chavales del Partido, les cogí una manía a los comunistas que nunca me ha abandonado. Cuando mi amigo J. M., algo mayor que yo, fue llamado a hacerse la autocrítica porque había corrido la voz de que escuchaba a los Stones y fumaba canutos -solo consiguieron que se presentara borracho y drogado y los enviara a tomar por culo-, vi muy claro, como le sucedió luego al resto de los españoles, que con esa gente no se podía ir ni a la esquina y más valía conformarse con los holgazanes de los socialistas, los de los cien años de honradez y cuarenta de vacaciones.

No sé si fue porque no había conocido la época dura del franquismo o porque me afectó de alguna manera malsana la devoción que le profesaban mis progenitores, pero nunca acabé de ver al Caudillo como el monstruo que probablemente era. Desde mi solipsismo cultural alternativo, le consideraba un viejo pelmazo que disfrutaba prohibiéndomelo todo mientras se resistía a estirar la pata y, para entretenerse, aún firmaba de vez en cuando alguna que otra pena de muerte. Un coñazo de tío, vamos, un carcamal de otra época, una momia desfasada, un tiranuelo extravagante que te hacía quedar mal ante el resto de Europa. Ese es el Franco que yo conocí: un incordio con voz de pito, convencido de habernos salvado a todos de nosotros mismos. Quienes lo pillaron joven y hecho un potro lo pasaron, sin duda, mucho peor que yo. Y prefiero no pensar en cómo fue posible que se tirara tantos años en el poder, pues me llevaría a conclusiones muy deprimentes sobre el país y el paisanaje.