El día que llegó Pepe

El exigente Joan de Sagarra ya intuyó, tras el primer espectáculo, que Rubianes tenía un don

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CARLES COLS / BARCELONA

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En 1982, la proyección de ‘Querelle’ en el Festival de Cine de San Sebastián escandalizó a una parte del público, lo mejorcito de la burguesía donostiarra, que abandonó la sala a la vista de las primeras escenas de homosexualidad explícita. Lo mejor de aquel suceso, no obstante, fue que dio pie a un afilado comentario escrito de Manuel Vázquez Montalbán (si la memoria no falla, porque la hemeroteca sí lo hace), en el que afirmaba que aquellos indignados espectadores eran “catetos que no sabían quien era Fassbinder a pesar de tener dinero como para saberlo”. Esta inmersión en los años 80 viene al caso porque fue esa década en la que Pepe Rubianes alumbró con una luz inédita la escena cultural barcelonesa y porque, llegada ahora la hora de dedicarle una plazoleta, no ha sido posible decidirlo por unanimidad. El PP se ha ido de la sala de proyección y ha votado en contra.

De Rubianes cantan excelencias sus amigos (las viudas, se autodenominan). También su público recuerda fragmentos completos de sus espectáculos y es capaz de recitarlos como un padrenuestro. A viudas y espectadores les hizo reír, en la intimidad de un bar o en el teatro, pero esta ciudad no le reserva un rincón en el nomenclátor a los profesionales del humor, Joan Capri, Jaume Perich, por citar dos, sino por un plus más que no debe pasarse por alto.

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Antes de que el nombre de Pepe Rubianes ocupara en solitario la marquesina de la Cúpula Venus o de la Sala Villarroel, ya había sido parte del reparto de un par de obras inolvidables y de referencia del teatro catalán, 'Antaviana', de Dagoll Dagom, y 'Operació Ubú', de Els Joglars. Con esas tablas estrenó en solitario Pay Pay en enero de 1983, y es un placer releer ahora la crítica que le dedicó Joan de Sagarra, titulada premonitoriamente ‘Llegó Pepe Rubianes’, en la que destacaba del show que “no hay lentejuelas, ni sombreros de copa, ni musiquitas, ni nada que distraiga o engañe al espectador: a Pepe le basta con su diminuto micro prendido en la solapa. Le basta con su voz, su cuerpo. Y su gracia y encanto, su ángel, que lo tiene y lo sabe”. Algún otro crítico fue despiadado, miope, vista la estrella que nació aquel día. Sagarra acertó con el diagnóstico, y eso que, con todo, le puso algunos peros al espectáculo, por ejemplo la necesidad de que algún director le marcara el ritmo adecuado y, sobre todo, que bajara del escenario y se mezclara con los espectadores, que ya los tenía en su bolsillo.

LA CONEXIÓN

Eso segundo no lo hizo jamás, a no ser que el consejo sagarriano fuera solo metafórico. Si así era, lo hizo de forma sobrada en los años siguientes. No se paseaba entre las butacas como Ángel Pavlovsky, otra estrella solitaria del momento, capaz de manosear los pechos de las espectadoras y que los acompañantes le rieran la gracia, pero interactuaba con el público con la mirada, con la risa, y con un algún golpe de efecto teatral impagable, como aquel en el que recitaba una larga lista de personas a las que dedicaba el espectáculo y, de repente, se atascaba, como en un inoportuno olvido del guión. Más de uno creía que el lapsus era auténtico. Rubianes rebobinaba mentalmente la frase y la trataba de recitar de nuevo, pero llegaba al mismo punto y estaba de nuevo en blanco. Entonces, cuando la gente ya no sabía si reír, miraba a algún señor del público y se le encendía la luz. “Eso, dedicado al putero…”. Y continuaba.

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Rubianes se merece un espacio en el callejero de la ciudad por cómo rompió moldes en los 80 y entrados los 90, pero también por lo que vino después, cuando ya era una artista indiscutible. Llegada esa etapa de la vida, de un artista, por ejemplo un cantante de rock, se espera que suba a escena y rememore los clásicos que le hicieron célebre, porque pocos compran la entrada por el último disco. Rubianes era todo lo contrario. De él se esperaba siempre algo nuevo. Lo que es de admirar es que siempre respondía a ese reto.