Un día en el parque (biomédico)

Es el edificio de piel de cedro. Abre un día al año sus puertas. Eso es mañana

Dos de los 1.400 investigadores del Parc de Recerca Biomèdica de Barcelona.

Dos de los 1.400 investigadores del Parc de Recerca Biomèdica de Barcelona.

Carles Cols

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Un día al año, y en este 2015 será mañana, abre sus puertas al público el Parc de Recerca Biomédica de Barcelona, el edificio que a la sombra de las torres de la Vila Olímpica pasaría desapercibido si no fuera por su escultórica silueta en forma de herradura y, sobre todo, por esa piel de madera de cedro que lo recubre, la mejor del mundo, según dicen los carpinteros. Lo de visitar las delicias arquitectónicas de la ciudad es algo ya común (los días 24 y 25 de octubre, por ejemplo, se celebrará una nueva edición del 48H Open House Barcelona, una cita muy aconsejable), pero lo de mañana es otra cosa. Se trata de sumergirse durante un rato en la investigación biomédica más puntera del momento, una excursión intelectual ideal para familias, para dejar al más pequeño en un taller de experimentación con larvas de drosophila, la repuñetera mosca de la fruta, y pastorear a ese hijo bachiller que navega sin brújula en busca de un puerto universitario en el que atracar. También hay quien va sin la parentela, por el simple placer de cotillear (de eso va en realidad esta pieza), aunque sea a costa de quedarse patidifuso, que es lo que sucede cuando se charla un rato con la belga Annick Labeeuw, experta en el turbador mundo del microbioma humano.

«Usted cree que es 100% humano, pero no es así». Resulta que sobre nuestra piel, en nuestras mucosas, en nuestro sistema digestivo y en los lugares más insospechados hay, por cada célula humana, 10 microorganismos. En volumen, nuestras células ocupan la mayor parte de nuestra masa, pero en población son minoría. Labeeuw saca entonces de una cajita un bastoncillo limpiador de orejas y lo pasa por su antebrazo. Traslada la muestra a un recipiente que cierra herméticamente, pero antes rocía la mitad del frasco con un desodorante de aerosol. Al cabo de un día, en la mitad del recipiente será visible a simple vista una sobrepoblación de microbios. La otra mitad será un páramo, siempre que el desodorante sea eficaz.

En la tercera planta, unos cuantos laboratorios más allá, trabaja Héctor Gálvez, espero que me perdone, el doctor Moreau de los pollos. Tiene sobre la mesa una docena de huevos a medio incubar y, ¡puaj!, abiertos, como un descapotable. No están para mojar pan. En uno de ellos se intuye como late un minúsculo corazón. El propósito de Gálvez, sin embargo, es noble. Resulta que la estructura del oído interno de un pez, un cormorán, una morsa o un señor de Murcia es la misma. La diferencia es que la de las aves, y el pollo lo es, tienen una capacidad regenerativa de la que carecen los humanos una vez nacidos, así que en lo que anda metido este jovencísimo investigador es en dar con una pista que conduzca a la resolución de las malformaciones congénitas que causan la sordera.

¡Atención entomólogos!

Así es el día a día en el parque biomédico de Barcelona. Es un universo de 1.400 investigadores de 54 países distintos. Hasta tiene su periódico interno para la lectura a la hora del café. Las noticias son del mundillo científico. Hay un equipo dirigido por Miguel Ángel Fullana que lo quiere saber todo del córtex cingulogrontal porque es ahí donde nace literalmente el miedo. Roger Vila y su equipo (es otra noticia del periódico local) se han llevado un sorpresón al secuenciar el ADN de las mariposas europeas, ya que resulta que hay un 28% más de especies de las supuestas. El ojo humano es incapaz de diferenciarlas. Les va a dar algo a los coleccionistas cuando se enteren.

Total, que la visita puede resultar apabullante. Las batas, el instrumental, las fórmulas anotadas en un papel, el susto de que cada uno de nosotros es solo el edificio en el que viven millones de microorganismos... A la que uno se despista termina con un síndrome de Stendhal, pero en su rara variante científica. Entonces, de repente, basta con alzar la vista y descubrir un objeto reconfortante. En los estantes de varios laboratorios hay pelotas de voley. Son científicos, de acuerdo, pero cuando pueden se escapan a jugar a la playa. Tienen varios equipos. Los nombres se las traen. Ahí van dos. Cubatas del Caribe y Las Puteinas. Hay más.