El precio del alquiler acaba con el restaurante más antiguo del paseo de Joan de Borbó

Can Manel

Can Manel / periodico

PATRICIA CASTÁN / BARCELONA

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Han sido dos años de nervios, de miedo y de negociaciones. Para la familia titular del negocio más antiguo del paseo de Joan de Borbó, el restaurante Puda Can Manel (1870), y para sus empleados, que sabían que el fin de la prórroga de los alquileres de renta antigua fijado por la LAU marcaría un antes y un después en el negocio. Pero el desenlace ya está escrito, con la venta el pasado mayo del edificio donde se ubica el negocio a un grupo inversor. Josep y Martí Domènech, cuarta generación, anuncian ya la despedida, pendientes de negociar un traspaso que les permita liquidar la actividad y dar salida a su plantilla.

Josep, Pitu para los clientes de siempre y la gente del barrio, tiene claro que no habrá continuidad. Su contrato se acabó hace un año y medio y si siguen adelante, pendientes de la resolución final, es porque la mitad del espacio que ocupan se agregó en 1991, con un contrato independiente y vigente. Es decir, con la ley en la mano podrían seguir solo en una parte de su negocio, por lo que siguen depositando la mensualidad en el juzgado desde entonces. Son demasiados años, las raíces son demasiado profundas, para irse con una mano delante y otra detrás.

Pero la familia tiene claro que los descendientes -que los hay y colaboran en el servicio o a cargo de la compra de pescado- tampoco seguirán con alquileres de nueva hornada que facilmente tripliquen el actual. "Es imposible que salgan los números pagando lo que piden ahora en muchos locales", opina. Quienes debutan en la zona marinera con traspasos que suelen superar los 800.000 euros (y el suyo es de los grandes y con mayor terraza) pagan ahora con frecuencia 12.000, 15.000, 20.000 euros mensuales, o más.

En el caso de la restauración, los nuevos operadores suelen ser empresarios paquistanís dispuestos a invertir fortunas y que siguen operando con la misma carta y el mismo nombre ya que tenía el restaurante. Los precios son especialmente altos porque el plan de usos no permite más aperturas y ha disparado el precio de las licencias. Los rótulos pueden engañar, pero tras el mostrador de facturación ya no están los de siempre. Como avanzó este diario, el éxodo no cesa. Apenas unos pocos nombres resisten sin cambiar de manos en su formato original (La Mar Salada, el Suquet de l'Almirall, el Rey de la Gamba, el Hispano, Perú, Port Vell...), mientras la Barceloneta pierde identidad a pasos agigantados. 

PRETENDIENTES

Pitu cuenta con pretendientes para el relevo, dispuestos a abonar el traspaso millonario que cree que merece el local y que permitiría que le salgan los números para liquidar. Está pendiente de alcanzar un acuerdo con la nueva propiedad (que solo podrá restaurar el bloque, sin derribarlo, ya que forma parte del inventario histórico arquitectónico y tiene la calificación 15bta), y cuenta ya con el apoyo de algunos grupos políticos para mediar en que la marcha sea lo menos traumática posible. No en vano por sus manteles han desfilado cientos de políticos de todas las administraciones durante décadas, incluso el rey Felipe se hizo adicto a sus paellas y mariscos durante el ajetrado verano olímpico del 92.

Can Manel ha vivido etapas de todos los colores, desde que los fundadores Manel y Elena debutaron en los fogones. Luego heredó el trono gastronómico Joan Domènech, que también ejerció de concejal. Crio al padre de Pitu -porque su abuelo murió joven-, Martí, que toda la vida vivió en la finca. Hasta el punto de que su mujer parió a Martí jr. y Pitu en la finca. El aroma de sofrito y de ultramar forma parte del ADN de estos hermanos, con un pie en la jubilación y mucho desgaste moral en los últimos años.

Como la mayoría de establecimientos de la zona, han sobrevivido a la dinamita de la crisis gracias al turismo. Aquí son críticos con el viajero incívico, pero tienen claro que el turista familiar y educado da de comer a los negocios de la zona en tiempos en que los arroces, los mejillones y el pescadito fluyen mucho más que los bogavantes. Un día de fin de semana unas 500 paellas salen de sus fogones, tanto para ese viajero de paso como "para el cliente fiel", que vive como una derrota el adiós de otro referente local.