barceloneando
Una visita al hampa decimonónica
El vaciado de un piso depara a veces esta sorpresa, una manoseada enciclopedia de los delincuentes del XIX
Ha vuelto a suceder. Ha llegado a manos de Víctor Gómez, anticuario de cabecera de esta sección, Barceloneando, que tan buenos momentos tiene que agradecerle, una edición completa de ocho volúmenes que sin duda merecen un lugar en la gran biblioteca de los libros raros. Delincuentes habituales contra la propiedad. Ese es el título. No, no es una precuela del guion de Sospechosos habituales, de Christopher McQuarrie. El autor es José Cabellud Cornel, que no tenía nada de literato, ni siquiera de aficionado a la novela negra. Era, según consta en las páginas preliminares del tomo inicial de esa rareza, un simple ”administrador de primera clase del cuerpo de prisiones de España”. Eso fue a finales del siglo XIX, a caballo ya del XX, pero por lo que ha pasado a la historia es por ser uno de los más entusiastas seguidores de las teorías de Alphonse Bertillon, gendarme francés que sentó las bases sobre cómo hacer correctamente una ficha policial moderna, convencido de que no había dos malotes idénticos sobre la faz de la Tierra. Cabellud censó a los hispanos.
Cabellud consagró su vida a retratar y medir al milímetro a los delincuentes de su época, pero llegó la dactiloscopia y todo su trabajo fue en vano
Lo dicho. Ha vuelto a suceder. En las estanterías de una biblioteca particular, tal vez de alguien finado, han aparecido los ocho tomos de esta colección primorosamente editada en 1908, donde aparecen las fotos de frente y de perfil de varios centenares de delincuentes españoles con una detallada descripción de sus cicatrices y tatuajes, de sus delitos y sus condenas, de sus parentescos y profesiones, y, en lo que sin duda haría las delicías de Francisco Ibáñez o de Gallardo y Mediavilla, de sus apodos, El Morucho, El Ajo, El Finuras, El Pollo, Perico el Cerillero, El Peste, Matacochinos, Mariquitín… El sobrenombre, basta echar un ojo a las causas de la detención, no siempre es una pista. Ahí está, por ejemplo, el madrileño José Calvo Moya, nacido en 1854, preso por blasfemo, alias El piripitipi.
Los ocho volumenes en que Cabellud encuadernó su lista de delincuentes habituales de entonces parece que es algo relativamente común en las bibliotecas particulares pasados 100 años, pues hasta se venden ejemplares por Amazon. Víctor (gracias una vez más a este anticuario de cabecera de la sección, otro día habrá que hablar de esa hucha de las propinas de burdel que ha encontrado, nada menos que una poitrine de bronce con una ranura sobre el pezón) se ha tropezado con esta edición en el vaciado de un piso. Tal vez estaba en el mismo estante que El conde de Montecristo, más que nada porque también era un apodo. Se conserva joven para la edad que tiene, 109 años. Apetece imaginar que esta copia de Delincuentes habituales fue mil veces hojeada, no solo por el dueño, pipa en mano, en un sillón chester, sino sobre todo por sus nietos, a escondidas, por el miedo de estar cara a cara con esa colección de hombres del saco. Quién sabe.
El robo del Prado
El hallazgo no está a la altura de otro anterior que realizó este mismo anticuario, también en Barcelona. El registro antropométrico de los delincuentes españoles, específicamente tal y como dictaba la norma de Bertillon, se acordó a través de un real decreto del Consejo de Ministros en 1896, pero un año antes, en 1895, el Gobierno Civil de Barcelona ya había tomado la delantera y elaboró un primer catálogo con los 51 sospechosos más habituales de las fuerzas del orden, sobre todo carteristas, prostitutas y anarquistas. Aquel ejemplar es una joya única.
Apetece imaginar a los pequeños de la casa, a escondidas, hojeando esos ocho tomos repletos de hombres del saco
Las librerías particulares son todo un mundo. El Capitán Haddock guardaba su botella de Loch Lomond dentro de un Tratado de astronomía. Parece una chiquillada al lado de tener a mano ocho inútiles tomos de tipos con mirada turbia, porque aquella moda que predicó en España Cabellud, bautizada como el bertillonage, tuvo una vida muy corta. Se presentó en público como el arma definitiva contra la delincuencia. Es más, en Italia, Cesare Lombroso iba más allá que el propio Bertillon y sostenía que hasta era posible predecir el vicio por delinquir a partir de los rasgos faciales. Una determinada forma de mandíbula, un arco superciliar más sobresaliente de lo común y Lombroso tenía ya su veredicto antes de la comisión del delito.
Todo aquel disparate terminó tan pronto como entró en escena una técnica policial infinitamente más científica y eficaz, la identificación a partir de las huellas dactilares. El primer crimen resuelto gracias a la dactiloscopia sucedió en Argentina en 1891. Fue un parricidio. Una madre acusó a su pareja de asesinar a sus dos hijos, pero un pulgar ensangrentado la delató. En España, el primer caso resuelto por este sistema fue un sonado robo en el Museo del Prado, de donde cada noche se llevaban piezas del llamado Tesoro del Delfín, la herencia que Felipe V recibió de su padre, heredero frustrado del trono de Francia. Eso fue en 1918. Con la resolución de aquel robo, el trabajo de toda una vida de Cabellud, cientos de meticulosas fotos, mediciones craneales y copia precisa de tatuajes se reveló como inútil. Bueno, salvo por el hecho de que, desde entonces, forma parte, a saber por qué, de las bibliotecas particulares de familias de bien.
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