BARCELONENDO

Del gintónic a ese raro orujo alemán

Siempre fue ginebra, tónica, limón y hielo. Lo retorcieron. Parece que amaina la moda

Terraza en la azotea del hotel Mandarin, en el paseo de Gràcia.

Terraza en la azotea del hotel Mandarin, en el paseo de Gràcia.

ELOY CARRASCO

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Cabizbajos se dirigen ya todos hacia el cadalso de los pantalones largos y el horario, con la enormidad del calendario por delante y una fastidiosa bandeja de entrada saturada de mensajes confirmando que, en efecto, se acabó lo que se daba. Las vacaciones son una burbuja pinchada. Como otras.

El asueto, en términos de los bebedizos que el personal degusta para regar el recreo, ha servido para ratificar que el hartazgo llega al boom del gintónic, aunque todavía perseveran cartas kilométricas (treinta marcas de ginebra, seis o siete de tónica… ¿por qué?) y entusiastas camareros que sugieren aderezar el artefacto con un poco de cardamomo porque así es «más divertido». Se bate en retirada lentamente el manoseo, en realidad bastante cómico, al que se ha visto sometido el noble trago viejuno, no sin haber legado perlas como aquel barman creativo que le ponía una rama de grelo, y aun peores depravaciones vegetales. Para la posteridad quedará también el dardo de un guasón camarero madrileño, más castizo que Lina Morgan, que dijo: «Lo que no puede ser es que el gintónic se convierta en una ensalada». En el caso de que haya una sociedad protectora de líquidos, se le encomienda que vele por que en el futuro no se vuelva a atropellar al cóctel que inventaron los ingleses destacados en la India en el siglo XIX: hielo grueso, lima o limón, tónica y ginebra.

La pacificada sangría

Pero como todo lo que es susceptible de empeorar empeora, hay que mantenerse alerta, el relevo de los nefandos y cursis gintónics de autor podría presentarse en muchas formas oportunistas y traicioneras, disfrazado de cualquier cosa. Parece que la sangría, tormento de cavidades craneales durante generaciones de bebedores primerizos, regresa con renovado brío, pacificada, con mezclas menos camorristas. Su fin ya no sería dejar al turista sin conocimiento ni dar salida al vinacho. Sangría cool. Vaso en mano, todo es posible en Barcelona.

Un paseo por las inmediaciones de las discotecas del Port Olímpic estos días permite adivinar el futuro: mañana habrá aquí unas resacas de capitán general. La muchedumbre políglota y escarlata empina el codo que es un gusto y entre los más jóvenes se ha colado, ya hace un tiempo, una pócima insospechada: el Jägermeister. Es, abreviando, un orujo alemán compuesto por 56 hierbas, raíces y especias cuya fórmula ocultan con intriga sus productores, aunque siempre han negado que contenga los ingredientes prohibidos que le atribuye la leyenda urbana.

Se sirve sobre todo en chupitos, formato alevoso donde los haya, y tales son sus consecuencias (porque «gente de fiesta bebiendo con moderación» es un concepto que no aparece ni en el texto predictivo de Google) que incluso existe en Facebook una jocosa y abundante (casi 70.000) Asociación de Víctimas del Jägermeister. Tiene menos grados (35) que los destilados más comunes (ginebra, vodka, whisky y ron), pero ese es su caballo de Troya. Entra como si nada y ya luego arderá todo.

Como ocurrió hace unos años con el gintónic y se esboza ahora con la sangría, un márketing certero ha sido crucial en la eclosión del Jägermeister («maestro cazador», con un ciervo y una cruz entre los cuernos en la etiqueta). En poco tiempo ha cuadruplicado las ventas y hoy es una presencia constante en locales nocturnos, en fiestas itinerantes y en los patrocinios de festivales. Aunque fue creado mucho antes, el brebaje empezó a comercializarse en 1934 como digestivo, y al poco prosperó porque Göring, el segundo de Hitler, lo hacía correr entre los mandos nazis. Luego se usó en la guerra como anestésico, como desinfectante y para enardecer a la tropa. Como hoy en el frente de la noche.