a pie de calle

El colmado verde, sano y de barrio

Un establecimiento de comida sana y de proximidad, en la calle de Sepúlveda, la semana pasada.

Un establecimiento de comida sana y de proximidad, en la calle de Sepúlveda, la semana pasada.

CATALINA GAYÀ

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Tela para hacer farcells, pizarras en las que se especifica la procedencia de los productos, sean tomates de Almería o aceite de Flix, y un trato cercano («Hola, guapa, ¿cómo te va?»), de antiguo colmado, de botiguer. «Es usted el señor del jamón», preguntaba ayer la encargada de una tienda a un cliente. Lo era; nacía hasta un diálogo antes imposible en la urbe anónima, de marca. Esa proximidad, más un léxico que evoca a lo saludable, aparece en lo que parece ser un retorno del colmado.

No se trata de comercios eco u orgánicos, que aparecieron a medidos del 2000 y que siguen en auge. Tampoco son esa suma de verduras y frutas globales de los súper 18 horas en los que ni siquiera se cruzan las miradas. Son comercios, decía una encargada, «de proximidad», en los que la verdura y la fruta son de estación, y si no se anuncia, y se mezclan las delicatesen con el granel. «La gente quiere dar las ganancias a los agricultores catalanes», decía una encargada. Por los ventanales del establecimiento se colaban las estelades.

El otro día, en el barrio de Sant Antoni, unas mujeres tomaban el sol en un chaflán. Habían sacado las sillas de una panadería y se dedicaban a pasar revista al año. Enfrente tenían unos apartamentos de lujo anunciados en inglés y ellas, con sus abrigos marrones, eran la viva estampa de la ciudad que no deja de ser un pueblo, que resiste. «Sano», «fresco», fruta imperfecta, todo ordenado y cajas de madera. En el establecimiento, los clientes eran vecinos del barrio; algunos, nuevos vecinos que han bajado al barrio de moda. Hablaba con las dependientas: dos barcelonesas y, sus historias, son el retrato de la resiliencia, de una Barcelona que se ha reconfigurado como consecuencia de la reforma laboral y de las reinvenciones y revoluciones personales de la crisis.

Una de las dependientas, me decía, había vivido un reciclaje personal: de personal shopper de diplomáticos y políticos en una tienda de lujo a una vida más sana, más aterrizada, más cerca de la naturaleza y más humana. «Ese era un mundo irreal». Un colmado de barrio es el primer escalón hacia una vida en la montaña. La otra mujer se refería a uno de esos ERE que acabaron con 30 años de experiencia en el sector administrativo en una de esas multinacionales que cierran plantas en Europa (reducción de costes) y que supusieron un «me reinvento». Las dos explicaban que hace solo un año su vida era más alejada de la gente. Más ciudad global y menos ciudad de colmados.

Tres carteles anunciaban tomates de penjar, cor de bou y de Montserrat. El nombre de la tienda evoca al huerto, los gritos de los niños de una escuela se colaban en la tienda. Un joven me decía haber pasado por muchos trabajos -de electricista a repartidor...- hasta encontrar un trabajo en este nuevo formato de colmado. «Se agradece, por la clientela».

En esa clientela había toda esta Barcelona que nació allá y se ha hecho adulta aquí y la que está aquí y tiene la familia por todos lados. También esta clientela que está de paso.  Tienen en común: ir en busca de un tomate que sepa a tomate.

Me lo explicaba una clienta, cuya vida es un resumen del 2012, 2013, 2014: «No puede ser que en Berlín o en Londres la fruta y la verdura sepa mejor que en Barcelona». Lo de Berlín y Londres se lo habían explicado sus hijos. Los dos, fuera de esta Barcelona como consecuencia de esas migraciones que, de nuevo, se explican por la reforma laboral y los ERE. La mujer salía con tomates de cor de bou de la tienda.