"Inhalan para no tener hambre ni miedo"

Mireia Escobar, coordinadora del proyecto de jovenes Ta-Axira, junto a un joven migrante y su profesora Constanza en una de las clases de castellano.

Mireia Escobar, coordinadora del proyecto de jovenes Ta-Axira, junto a un joven migrante y su profesora Constanza en una de las clases de castellano. / periodico

GUILLEM SÀNCHEZ / BARCELONA

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Ellas son educadoras. Una ayuda a los niños de origen marroquí enganchados a la cola que deambulan por las calles de Santa Caterina en Barcelona. La otra trabaja en el barrio y conoce bien las consecuencias de este fenómeno. Con la información publicada por EL PERIÓDICO en la mano, lo primero que dicen es que “no son una quincena”. Son más, “unos cincuenta”, se confirman una a otra intercambiando sus miradas. La situación es “grave” porque si no se actúa pronto va acabar “en una tragedia”. De hecho, hace dos años, uno de estos adictos que acababa de cumplir 18 años “ya perdió la cabeza mientras consumía y asesinó con un cuchillo a un hombre y dejó mal herido a otro” en el mismo barrio.

“Ni la Generalitat ni el Ayuntamiento se creen un problema” que es “alarmante”, insisten. No solo porque sin una intervención contundente para apartar a estos chicos del pegamento se les está abandonando a un deterioro irreversible para ellos, también porque están sometiendo a una tensión irrespirable a todo el barrio.

EL ÚLTIMO PELDAÑO

Estas trabajadoras creen que cuando inhalan los vapores tóxicos de disolventes tan solo están descendiendo el último peldaño de una trayectoria errática que había comenzado “antes”. Su adicción implica que se han rendido porque se han quedado atrapados en un laberinto tejido por las administraciones, por descoordinación o por falta de interés. “Urge actuar” sobre ellos y sobre todos los que están en los peldaños anteriores, que “darán el paso siguiente enseguida”. Algunos son muy jóvenes, entre 13 y 14 años, pero otros ya son mayores de edad y han vuelto a la cola porque cuando son “expulsados” del sistema de protección de menores se dan cuenta de que “no tienen nada más”. “El modelo actual es muy restrictivo, tenemos muchos perfiles prometedores que se quedan sin sitio en programas de trabajo o de vivienda porque faltan plazas”, razonan.    

Una de las educadoras se llama Mireia Escobar y es la coordinadora del proyecto Ta-Axira (‘visado’ en árabe) de la asociación Espai d’Inclusió i Formació del Casc Antic. La otra no quiere dar su nombre ni quiere matizar para quién trabaja. Ambas hablan atropelladamente porque tienen mucho que contar. Enumeran cinco cosas imprescindibles para atajar el fenómeno a tiempo: servicio médico especializado en el tratamiento de adictos a la cola, programa de vivienda más amplio para jóvenes que cumplen los 18 años, refuerzo de las iniciativas para incorporarlos en el mundo laboraldocumentación que no les cierre puertas y actividades de ocio integradoras. Argumentan por separado cada uno de los puntos y siempre coinciden en que tanto el ayuntamiento como la Generalitat tienen que poner más recursos.

UN BARRIO ASUSTADO

La trabajadora anónima subraya que este es un tema “más peligroso de lo que puede parecer”, avanza. Lo saben bien “los padres de aquí [Santa Caterina] que tienen hijos pequeños o adolescentes”. Hay “chicas que no se atreven a salir solas” porque “alguna vez se han visto rodeadas y se han sentido acosadas”. Los chicos tampoco lo tienen fácil porque cuando los adictos a la cola han consumido “no saben lo que hacen” y un joven "que puede sacarte una navaja" y "que no sabe lo que hace, asusta".

En el fondo, sobre todo, “lo que más necesitan es un vínculo estable con sus educadores”, coinciden. Con esta conclusión señalan un poco el origen de un problema poliédrico: los menores pertenecen al Forat de la Vergonya porque aquí está su pandilla, “lo único que tienen”, pero sus centros de acogida están lejos (Manresa y otras poblaciones). Sin ningún futuro, el consumo de cola es un alivio. Y con este, su autodestrucción y el deterioro del barrio al que le ha tocado acogerlos. No se cansan de avisarles de que la cola “les matará y de que lo hará rápido”. Por respuesta ellos "agachan la cabeza” y esconden la bolsa de plástico (a través de la que inhalan la droga) cuando se cruzan con ellas por la plaza, “por vergüenza”. Dejarla les cuesta porque lo hacen "para no tener frío, para no tener hambre o para no tener miedo”.