Análisis
Un cliente que quiere ser un invitado
Jordi Mercader
Periodista.
JORDI MERCADER
Hace ya unos cuantos años, viajando por Estados Unidos con un portugués llamado José Sócrates, tuvimos oportunidad de cenar y dormir en una modesta granja situada a unos 40 kilómetros de Des Moines, en Iowa. No recuerdo qué cenamos, pero sí la charla con los propietarios, una pareja joven con dos hijos pequeños. Antes de dormir, observando desde el porche el océano de maíz que nos rodeaba, Craig nos dio una visión muy precisa y muy particular de su país: «Viviríamos mucho mejor sin ningún Gobierno. Nadie ha sabido decirme nunca para qué sirven». El diagnóstico del exmarine condicionó el resto de visitas del viaje.
Comer con extraños es como abrir una caja de sorpresas. Acoger turistas en los domicilios particulares es cosa vieja. Funciona por los dos extremos del segmento turístico, por el low cost y por la sofisticación. En la India, alojar extraños por una noche y darles de comer del mismo plato es una forma de vivir. En Cuba, tal cual. En EEUU se considera que ofrece un toque social distintivo. Y en Barcelona, ahora, es una moda. Una tendencia que responde a los dos factores de este fenómeno: el ahorro y el glamur.
Desde la perspectiva del turista ahorrador y el barcelonés necesitado de unos ingresos extras, esta tendencia tiene un interés muy limitado a una buena y generosa regulación, como es el caso de los apartamentos turísticos, por ejemplo. A ningún visitante le perjudicará comer en el tercero segunda un buen plato de garbanzos o una butifarra con seques. Donde comen dos comen tres, y mucho peor le podría ir en la mayoría de los restaurantes denominados turísticos, con sus menús preparados con la antelación propia del caso.
Comer y hablar es otra cosa, y no todo el mundo sirve para anfitrión. Aunque cuantitativamente no va a tener un peso significativo en el volumen global de turistas que visitan Barcelona, el fenómeno, considerado desde la perspectiva de cierta clase social que tiene el mismo interés en acoger a un visitante que este en ser invitado en un domicilio de un nivel económico o cultural semejante al suyo, puede tener su influencia en la creación de un imaginario subjetivo de la ciudad. Ninguna guía turística puede competir con una conversación distendida y franca tras una cena exquisita.
Para el turista que prefiere este tipo de atenciones, lo determinante no será el menú gastronómico, salvo excepciones, sino el conocimiento que obtenga del país y la ciudad gracias a la conversación. Además, muy probablemente su imagen de Barcelona irá asociada a la charla, si ha sido o no gratificante, si ha tenido la profundidad y la brillantez esperada. Los anfitriones se convierten en agentes turísticos, en prescriptores del país, en asesores de la situación interna. A los responsables del gremio se les abre un nuevo frente: saber quiénes son los que van a contar cómo somos, ofrecerles algún tipo de apoyo profesional, pero actuando con mucha mano izquierda: el agasajado, aunque sea cliente, quiere tener la sensación de invitado. O sea, que es un negocio más, pero sin exhibir el empeño.
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