Un cine de pueblo en una esquina de BCN

La entrada del cine Texas, el viernes pasado.

La entrada del cine Texas, el viernes pasado.

CATALINA GAYÀ

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C ada día hay una cola larguísima, da la vuelta a la esquina». La vecina del cine Texas, en Gràcia, me lo fue repitiendo desde que inauguraron el cine, en la calle de Bailèn, hasta el fin de semana pasado. Esa cola es noticia porque el siglo XXI ha sido especialmente miserable con el cine. De hecho, en este periódico hemos leído la crónica de los funerales de, al menos, 10 grandes salas de Barcelona. Algunas, después de años de celebrar la última función, aún son verdaderas momias urbanas; en otras ahora se pude comprar jamón. Quizá es por eso que el renacimiento de ese cine en una esquina de Gràcia pasó a ser una especie victoria colectiva.

El viernes, fui al Texas buscando esa "larguísima" cola de público. El cine está tan a pie de calle que, a las 21.40 horas, un skater entró al cine subiendo la rampa de la acera y no se bajó del skate hasta sentarse en un largo banco en el que reposan los espectadores. Cuatro adolescentes lo ocupaban; habían llegado mucho antes de la sesión de las 22.00 horas.

Los viernes no suele haber cola, me dijo Josep Antoni Duque, el encargado, mientras repasábamos la cronología de los velorios de la cultura. Él trabajaba en el Alexandra. Hablábamos de lo bien que el barrio ha acogido al cine y de que suma a vecinos de Gràcia y del Eixample. Pensaba en regresar otro día, hasta que, en la acera, empezaban a acumularse los corrillos de público, concepto también en desuso en el siglo XXI.

Los grupillos de cuatro, tres, dos personas se apostaban frente a las pantallas en las que se anunciaban los reestrenos. Generalmente la gente va al cine sabiendo qué busca o que verá. Aquí el público llegaba por el placer de ir al cine a un precio popular (dos o tres euros) y sin saber qué vería, pese a la página web y a la cartelera de los periódicos. Era como haber llegado a un cine de pueblo en una esquina de Barcelona.

El Texas tiene ahora una única puerta de entrada, la de la calle de Bailén. Antes de la remodelación había otra puerta en la calle de Igualada, donde aún hay casitas de una planta, ventanas destartaladas y donde siguen escuchándose los pasos al andar. En la pared de cristal de esa calle, hay frases dichas por cineastas en el siglo pasado. En una de ellas se lee que las cosas no se dicen, se hacen. Muy del siglo XX. El cristal muestra otra pared en la que se explica que este es un cine recuperado por un barrio, muy siglo XXI.

Salía el público de la sesión de las 20.00. Un grupo de señoras del Eixample comentaba la película que acababan de ver. Era la primera vez que iban a ese cine, era de las primeras veces que veían una película en versión original. Decían que regresarían, «por el precio» y por esa sensación de desaceleración del calendario. Estreno sobre estreno, es imposible seguir el ritmo acelerado de la cartelera. Cristina esperaba a su marido. Había llegado al Texas buscando el nuevo cine y esa película que se le pasó en la sala de su barrio.

El precio y la necesidad de desaceleración de la cartelera aparecían en todas las respuestas de un público era transbarrial y transgeneracional. Hablaba con una pareja joven, Guim y Clara. En unas semanas, se estrenará un cortometraje en el que el joven se ha encargado del sonido. Sin haber encontrado la cola, me llevaba la certeza de un cine de pueblo y desacelerado en una esquina de Barcelona.