Así se desmonta un mamut

El museo dedicado a la edad de hielo cierra tras siete años de actividad con las cuentas en rojo y una buena oferta en Italia

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MAURICIO BERNAL / BARCELONA

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Instrucciones para desmantelar un museo: cójase el rinoceronte lanudo y arránquesele la cabeza de cuajo, cárguese en volandas el tigre dientes de sable, levántese a hombros la reproducción de mamut recién nacido. Sobre todo: háganse esas cosas como si fuera algo habitual, como si en las obligaciones cotidianas de todo el mundo arrancar de cuajo la cabeza de madera de un rinoceronte lanudo tuviera categoría de normal, entre, por ejemplo, ir al baño e ir al banco. Recójanse las piezas pequeñas, etiquétense y guárdense en las cajas, vélese por los pelos que caen por el camino. Transpórtese todo hasta un almacén. Límpiese el polvo. Bárrase. Elimínense las huellas de tanta criatura rara.

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Cierra el Museo del Mamut, ergo, los pequeños amantes de la Edad de Hielo van a tener que observar una temporada de luto. Lo anunciaron sus propietarios en verano y lo han llevado a cabo. Escasean el dinero y las ayudas y han tenido que buscar una alternativa, y la han encontrado en Italia, en Tívoli. “Una especie de monasterio antiguo que nos ceden unos años”, dice Julia Slesareva, la directora. La mudanza comenzó este lunes y durará una semana, y dejará en la retina de los afortunados imágenes normalmente difíciles de captar por el ojo humano. Ahí va, un buey almizclero en brazos de dos forzudos. Esas cosas no se ven a diario.

UN HOMBRE DE LAS CAVERNAS

Siete años ha permanecido abierto el Museo del Mamut en el número 1 de la calle de Montcada, en el radio de influencia del Picasso –cruzando Princesa–, en el corazón turístico de Barcelona. Cientos o miles de turistas circulan por ahí a diario y de ese movimiento se ha beneficiado la colección prehistórica, cuyos visitantes han alcanzado la cota de 20.000 al año. Pero no ha sido suficiente. “Hemos invertido más de lo que hemos ganado”, dice Slesareva. Se va esta rareza de los museos. El imponente mamut que recibía a los visitantes en la recepción, junto a la venta de entradas, ya ha sido despiezado y guardado en las correspondientes cajas. Está guardado en un almacén de Pineda de Mar, a la espera.

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Los bolsillos de la propiedad no están ni mucho menos llenos y el desmantelamiento del museo no pasa solo por empacar y poner a resguardo: hay que aprovechar. Slesareva ha puesto a la venta todo tipo de artículos por internet, cosas que no llaman especialmente la atención, por ejemplo una máquina de hacer nieve –indispensable en un museo sobre la edad de hielo–, y otras que la llaman más como unos colmillos de mamut. “Son cosas que no vamos a necesitar en esta nueva etapa, o que no tiene sentido transportar”. Sergey, su padre, sigue adelante con su vida de arqueólogo aficionado –una especie de Indiana Jones ruso y musculoso, con tendencia a hurgar en el hielo–, y aún participa en excavaciones en Siberia y otros lugares fríos. No parece fuera de su alcance hacerse con más colmillos.

La mudanza avanza a buen ritmo. Algunas salas ya están vacías y en otras hay animales prehistóricos arrinconados y solitarios, absurdos, sin los compañeros ni el decorado que los dotaban de sentido. Al doblar la esquina hay un hombre de las cavernas con su hijo, llevando con dignidad su extravío, su absoluta falta de contexto. 

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