Cierra Casa Leopoldo, muere el barrio chino

El adiós definitivo del local es un clavo más en el ataúd del oficio de la sobremesa

La persiana echada de Casa Leopoldo y su sucinto cartel, ayer, en el Raval.

La persiana echada de Casa Leopoldo y su sucinto cartel, ayer, en el Raval.

CARLES COLS / BARCELONA

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Cuando Casa Leopoldo abrió sus puertas en el Distrito Quinto en 1936, aquello ya era el barrio chino, un bautizo cuya paternidad no está muy clara, no se sabe a ciencia cierta quién tuvo la ocurrencia, pero parece indiscutible que quien más hizo por popularizar el nombre fue el periodista de crónica negra Paco Madrid, que con buen olfato supo que aquella mezcla de obreros, anarquistas, pistoleros, intelectuales, putas y ricos en busca de emociones era una mezcla estupenda para su género, los sucesos. Lo de los pistoleros y los anarquistas pasó a mejor vida hace tiempo. Lo de las putas, ahí sigue. Los ricos son ahora los turistas. Obreros, aunque sea del sector servicios, también haylos. Los intelectuales andan muy dispersos, pero durante un tiempo Casa Leopoldo fue lugar de encuentro de muchos de ellos, como los de la triple M, Marsé, Mendoza y Montalbán, que a comer no iban al Raval, ¡por favor!, sino al chino. Así que, según se mire, el cierre de este restaurante, que ayer avanzó EL PERIÓDICO, es el adiós del último vestigio del chino.

«Sí, la verdad es que cuando iba con mi padre, aquello era ir al barrio chino», recuerda Daniel Vázquez Sallés, hijo de Manuel Vázquez Montalbán y, según y como, hermanastro de Pepe Carvalho. En su caso, acumula recuerdos desde muy pequeño, porque ya su abuelo le llevaba a Casa Leopoldo, así que es un testigo directo de esa lenta pero percentible transformación que sufren los llamados locales icónicos cuando la fama les sobrepasa y se convierten en un templo de peregrinación. La anécdota que él suele contar es la del turista que llega y pide, por favor, que le pongan en la mesa en la que comía Pepe Carvalho, pero tal vez es más representativa la del comensal que trató de llevarse, como quien roba la reliquia de un santo, una foto de Vázquez Montalbán que lucía colgada en la pared,

También era el restaurante del chino para Maruja Torres, que nació justo al lado, pero para la escritora y periodista aquella puerta no era fácilmente franqueable. En 1950, el dueño, Leopoldo Gil, animado por el buen nombre que su cocina tenía ya en la ciudad, compró el local adyacente, una mercería, y le dio al establecimiento el aspecto que hasta su último plato ha tenido. Creció en superficie y, para desgracia de los Torres, en precios. «Cuando mi tío, que era sastre, cobraba un traje completo, nos llevaba a comer canelones y pollo al horno, y además pedía un Delapierre». Luego, a Maruja, ya en Madrid, le fue bien, así que con más posibles mantuvo la costumbre y pasó a formar parte de esa larguísima lista de escritores que iba a Casa Lepoldo a comer y, sobre todo, a charlar. «Es una lástima, pero creo que el arte de la conversación está desapareciendo». Ahí está el intríngulis.

El cierre del restaurante es otro clavo en el ataúd de los lugares en los que se practica el oficio de la sobremesa, como la que de forma periódica practicaban un ecléctico grupo de periodistas, abogados, fotógrafos y hasta un paleta, que con el tiempo se ha dado a conocer como La Lamentable y que ahora se han convertido en una suerte de nómadas en busca de un mantel y cubierto en el que proseguir sus tertulias.

La Lamentable

Lo del nombre del grupo tiene su qué. Lo explica José Martí Gómez, reportero de referencia. «Las sobremesas eran muy etílicas, y entonces siempre aparecía Mateo Seguí, el abogado, y decía en voz alta lo mismo: '¡lamentable, lamentable!'». A su manera, aquello era la versión local del Círculo Vicioso del hotel Algonquin de Nueva York. Se sentaban a la mesa la fotógrafa Pilar Aymerich, el escritor Joan de Sagarra, la periodista Maria Eugènia Ibáñez, Seguí y Martí Gómez, por supuesto, y así, hasta completar 14 cubiertos. Luego les dio por invitar a gente que seguro que tenía buena tertulia, como los juristas Carlos Jiménez Villarejo y Carlos Mena y el historiador Josep Fontana, que desde entonces tienen carnet propio de lamentables (dicho con respeto).

Hasta qué punto Casa Leopoldo irradió cultura en la ciudad siempre se podrá debatir, pero hay un episodio, más o menos sonado, que es indiscutible. Eso fue en el 2002, cuando un autodenominado Comando Ciudadano Justiciero, comensales todos del restaurante, robaron la placa dedicada al sindicalista anarco Salvador Seguí, el Noi del Sucre, para restaurarla ya que el Ayuntamiento de Barcelona no lo hacía.

Como se sabe, Seguí fue asesinado en 1923 en el corazón del barrio Chino a manos de un grupo de pistoleros de la patronal. Le cazaron en la esquina de San Rafael, a pocos metros de lo que algún día sería Casa Leopoldo.