BARCELONEANDO

Catacumba taurina

La peña El Pizarral aguanta el tipo en el sotano del bar Bretón, propiedad de chinos

Algunos de los aficionados taurinos de la peña El Pizarral

Algunos de los aficionados taurinos de la peña El Pizarral

RAMON VENDRELL

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Un hombre visiblemente nervioso pregunta como si pidiera el santo y seña: «¿Usted es taurino?» La respuesta, «no», hace que gesticule con los brazos para expresar su disconformidad con la visita de un periodista y diga: «Subo a fumarme un cigarrillo. Ya os las apañaréis».

No es un lugar clandestino pero sí está prohibido en Catalunya el motivo de su existencia. Raro, raro. El hombre nervioso está escaldado y seguramente con razón. El martes pasado había una veintena de personas para ver por la tele un espectáculo vetado donde viven.

La peña taurina y flamenca El Pizarral tiene su sede en el bar Bretón desde 1977. En concreto en el sótano del bar Bretón. Una catacumba que desde el 1 de enero del 2012 es elocuente metáfora de la circunstancia de los aficionados catalanes a los toros. Ellos sí que son underground. Está prohibido lo que les gusta mucho (que, a diferencia de otras cosas prohibidas, no hace daño a nadie, a menos que contrariamente a lo que dice el diccionario se considere alguien al toro).

Las paredes de la cripta del Bretón están forradas de fotografías de toreros y de flamencos. Hay dos cabezas de morlacos. Y un televisor en el que los presentes miran con atención una corrida de la Feria de Abril de Sevilla.

El Bretón, como casi todos los bares del Fort Pienc, es propiedad de chinos. Isa y José se hacen llamar para facilitar la comunicación. Son los terceros propietarios chinos del Bretón y como es habitual no ven motivo para cambiar nada. «No sabía que existían las corridas hasta que llegué aquí», dice Isa.

Rafael Fernández, 85 años, es el fundador y el presidente de la peña El Pizarral. Atención: actuó en la década de 1950 como guitarrista en bases europeas de la NATO («llamarla OTAN vendría mucho después», dice) acompañando al cantaor Churringui y a la bailaora Gloria Montijo, que a la postre sería su esposa; llevó la dirección artística de Los Tarantos durante los años 60 y 70, y creó después la agencia Promociones Artísticas, plataforma que le permitió llevar a actuar a la cueva del Bretón a Rafael Farina, Maruja Garrido, Carmen Flores, El Yunque, Parrita y Mayte Martín, por ejemplo.

«Tampoco era extraño que vinieran los maestros después de la faena en la Monumental», dice Fernández. «Ahora, ya ve, esto ha decaído».

A veces la peña monta excursiones en autocar a las plazas de Nimes, Castellón, Valencia, Teruel, Zaragoza. Cerca, para poder hacer ida y vuelta en el día. Justo al otro lado de la frontera legislativa.

«Con la abolición de los toros me hicieron sentir como si fuera un delincuente condenado», dice el peñista Martín Hervás.

El Bretón vibraba de vida taurina los días de corrida en la aledaña Monumental. El sorteo de los toros era a las doce. Pues dos horas antes ya estaba por ahí Curro Gómez. «Era un ritual -dice-. El aperitivo, la comida, la corrida, la tertulia posterior. Me han quitado media vida. Ahora, ¿qué hago?».

Civilización desaparecida

Mirar corridas por la tele en el zulo del Bretón cuando es temporada. Pasarse por el Bretón porque «si no viene uno viene otro». Ir a la Monumental dos o tres veces por semana: «Me desahogo y me impregno de lo que sentí en la plaza».

Porque la Monumental sigue allí como un vestigio de una civilización extinguida. Inútil pero abierta al público para visitar el museo y el ruedo. Lustrosos están los rótulos que indican dónde estaba la capilla, el matadero, los guardanes. Impecable el albero. Aunque la techumbre de los palcos de sombra ha desaparecido y están a la vista las vigas. Única mácula.

En el museo no hay ninguna referencia a la abolición de la tauromaquia. Si entre cochinillo y cochinillo el Tribunal Constitucional decide derogar el veto catalán, será como si no hubiera pasado nada.