Un canalón de desagüe
La calle de Robador, epicentro de la prostitución, representa el último reducto de lo que fue el barrio chino
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO / BARCELONA
Se la conoce por Robadors, aunque en el cartel dice "d’en Robador", un topónimo, el de la calle, que nada tiene que ver con la posibilidad de que te soplen el monedero, sino con la conjetura de que así se apellidaba un payés cuya masía coronaba estos predios allá por el siglo XIV. Calle Robador, un pasaje angosto donde burbujea la vida: el último reducto de lo que fue el Chino, su Fort Apache.
A ojímetro, la calle no tendrá más de 250 metros en línea recta, perfectos en su maraña para avistar sin ser visto, para dar el queo si se aproxima la pasma —“agua, agua”—, una vía que el escritor Joan Llarch definió como “un canalón de desagüe” entre la calle de Hospital y la de Sant Pau. Si en su ensayo 'Barrio Chino', publicado en 1968, escribía Llarch que en Robador “la noche nunca está sola y los faroles tienen siempre algo que mirar y los balcones que oír”, ciertas cosas apenas han cambiado: la calle sigue siendo guarida de trapicheos varios, prostitución y menudeo de drogas.
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Al atravesar el callejón, sorprende el cruce de miradas, rápidas como flases. Aquí todo quisque intenta calar al otro, si va o si viene.Todos. Los señores de edad provecta que andan detrás de las meretrices; las chicas, nigerianas, latinas o del Este; el butanero; el sin techo; el paquistaní que deambula tal vez haciendo tiempo hasta que le toque el turno en la cama caliente; el tipo en chándal; la bandada de muchachos negros que aguarda el fin del centrifugado frente a la lavandería; el guiri perdido; el chaval con rastas que ha bajado a pillar (o lo parece).
EL RUIDO, LAS PELEAS, EL FOLLÓN
Vecinos de los de toda la vida -el abuelete, la señora que regresa del Caprabo con el manojo de acelgas- se ven, la verdad, muy pocos. Haberlos, haylos, porque algunos han colgado carteles con falsos “se vende”, como los de las inmobiliarias, en protesta por el ruido, por las peleas, por el follón. Lo de siempre; el pan nuestro.
Paseando por Robador y aledaños, me viene a la cabeza que hará cosa de 15 años los periódicos venían llenos de denuncias por 'mobbing' en la zona, cortes de agua y luz por parte de los propietarios, techos apuntalados como invitación a que los inquilinos se largaran con viento fresco. Visto en perspectiva y dicho en fino, la gentrificación; o sea, el proceso por el que la población original, de clase baja, cede el espacio a otra con más monises en el bolsillo.
El tiempo va tejiendo los cambios en silencio y, mientras tanto, conviven en relativa armonía varios planos de existencia. Los bares de siempre, como El Coyote, donde las chicas alternan y se refugian los días de lluvia, resisten al lado de otros locales modernillos y estupendos surgidos a rebufo de la Filmoteca, como Robadora o el restaurante griego El Magraner Boig, en el número 22, donde el dueño, Kostas Benardis, sueña con poder ofrecer algún día música tradicional en vivo (a ver si es verdad que la alcaldesa Colau solventa el asunto).
TALLERES Y GALERÍAS
La transformación del paisaje urbano en Robador atrae a los artistas como el fanal a las mariposas de luz. De un tiempo a esta parte, se han instalado en la calle desde los estudiantes de la Off Massana, hasta los recién llegados de Art Resident, un taller que, de la mano de Edgar Márquez y Randi Johanson, ofrece a los usuarios un tórculo para la técnica del grabado. Unos metros más allá, en los bajos del número 29, ultima las obras una galería de arte que llevan los alemanes de Kunst Avtomat. Cuentan que los pisos superiores del inmueble, 15 sobre un total de 20, ya están vendidos a gente de la bohemia artística europea.
A la galería en cuestión la bautizarán como Bar Alegría porque ese era el nombre de la taberna que había ocupado el espacio durante décadas (los nuevos vecinos conservan el rótulo para colgarlo). El Alegría era un garito típico de barrio pobre, de los de quinto a morro y máquina de discos con rancheras, Los Chunguitos y Bambino, “soy ese vicio de tu pieeeeel”. Hasta que cerró, también vivía en el bar un gato lustroso al que la parroquia conocía por JB, como el whisky.
Cambia, todo cambia; como la misma vida, que va solapándose.
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