BARCELONEANDO

Cacerolas sin fronteras

Barcelona es una ciudad callada que por las noches se desahoga en las cocinas

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Javier Pérez Andújar

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El otro miércoles me topé en la calle de Rogent con un amigo anarcorrockero y no me dijo nada porque se había quedado afónico dando voces en las movilizaciones del día anterior. Resulta que mucha gente de la calle se ha quedado en dos o tres días sin voz ni voto. Esto va como va, y hay quienes eran partidarios de ejercer ambas cosas, y quienes opinaban que, en las condiciones actuales, se trata más de un asunto de hablar que de papeletas. Como al final se convirtió en una cuestión de porras y humillaciones, el martes acabaron todos juntos y defendiéndose los unos a los otros, y la calle, a tope de personal, se transformó en un lugar habitable. Un sitio donde no ocurría nada malo a pesar del temor que se aprovecha de la gente cuando está sola, a pesar del mal fario que se instala en los presentimientos de una manera ominosa, como diría Lovecraft.

Mucha gente de la calle se ha quedado en dos o tres días sin voz ni voto

Aquí suceden cosas así de maravillosas porque vivimos en una ciudad de espejismos en medio del desierto más agobiante. Los espejismos los acaba haciendo añicos la policía igual que los gamberros de la escalera acaban rompiendo el espejo del ascensor (social o comunitario). Todas las policías de todas partes han hecho siempre lo mismo, desde mayo del 68 en París hasta el 15M en plaza de Catalunya (pero fue en los sucesos del 68 cuando Pasolini nos recordó que los maderos también son clase obrera). En los espejismos nos miramos para vernos mejor de lo que somos, y de este modo resultan todo lo contrario de los espejos deformantes donde Valle-Inclán vio reflejado nuestro esperpento. De no ser por los espejismos no habría manera de seguir adelante, y si no que se lo pregunten a Anacleto, pues él mismo fue un espejismo bajo el sol de nuestra infancia.

Desde que allá por el mesozoico de los años 80 el cosmos quedó impactado por las primeras páginas de 'El perfume' de Patrik Süskind, se practica una manera de viajar centrada en descubrir el olor de las ciudades. A primeros de mayo, Barcelona suele oler a gas pimienta, aunque cada vez menos. Pero no pertenecemos a una ciudad de olfato, ni tampoco a una ciudad con vistas, el sentido que se lo lleva crudo aquí es el oído, no en vano uno de nuestros lugares más famosos es el Liceu. ¿A qué suena Barcelona estos días? Como diría el fiel Hudson, el mayordomo de aquella serie inglesa, está el ruido de arriba y está el ruido de abajo. Los helicópteros y las cacerolas.

Durante demasiados días, nos ha machacado sobre las terrazas de nuestros edificios, sobre nuestras cabezas hasta meterse dentro de ellas, el rotar de los helicópteros, y nos ha despertado lo mismo que un vecino que se pone con la Black & Decker el domingo al ser de día. Pero eso no debiera importarnos, pues el helicóptero, detrás de las palomas, es el ave más emblemática de Barcelona, y la prueba está en que el anterior president Artur Mas lo utilizaba para llegar al Parlament cuando el edificio era rodeado por cientos de ciudadanos que exigían su derecho a decidir las cosas. Como castigo, varios de esos manifestantes fueron entregados por la Gene y el Parlament a los jueces y condenados inicialmente a tres años de cárcel. Entonces, el ahora inhabilitado posconvergente Francesc Homs celebró la decisión de los magistrados (existe una posconvergencia igual que hay una posverdad). Los helicópteros son el Minipimer con que el cielo remueve los recuerdos.

Hay un Big Ben secreto en Barcelona que cada noche a eso de las 10 ha anunciado la rabia, el cabreo de sus habitantes con un tumultuoso carillón de cacerolas. Ha durado días y días. El martes pasado se adelantó a las nueve, pero no porque se adoptase el horario inglés en solidaridad con el Brexit, sino en protesta por el discurso del rey. Y el miércoles ocurrió lo mismo, pero en sentido contrario, y en barrios donde nunca antes se había caceroleado se formó un estruendo en protesta por el discurso del president Puigdemont. "Esto se está extendiendo, ya ha llegado hasta aquí, mira cómo se han puesto los vecinos", me dijo mi madre por teléfono, y yo le dije que esa iba contra Puigdemont. "Ah vale, ellos son los otros", me contestó. Cuando Felipe VI se dirige a los españoles, los catalanes se dirigen a la cocina. Y cuando Puigdemont se dirige a los catalanes los que se van a la cocina son los otros catalanes (por citar a los clásicos). En Barcelona se ha tocado mucho la cacerola. La música de cacerola es un ritmo de ida y vuelta, como los que iban de Cádiz a Cuba y regresaban, pero este viene de la burguesía chilena que se levantó contra Allende. La cuchara y la cacerola son la hoz y el martillo de la clase media.

La gente cuando no tiene cacerolas a mano, porque va por la calle, saca sus llaves y las agita igual que cuando en el 'Un, dos, tres...' les tocaba el coche o el apartamento en Torrevieja. A través de los objetos se ve cómo la revolución, la rebeldía, han pasado del trabajo a lo doméstico y a la pequeña propiedad. Barcelona es una ciudad callada que por las noches se desahoga en las cocinas. Y cada cacerola es un mundo.