BARCELONEANDO

Los terratenientes del tiempo

Los columpios de los parques están entre lo que es y no es, porque para algo van y vienen

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JAVIER PÉREZ ANDÚJAR / BARCELONA

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Hay lugares que sólo existen en los sueños: ciudades sumergidas, laberintos vivientes, casas con sótanos insondables... Pero los columpios de los parques están entre lo que es y no es, porque para algo van y vienen. En los sueños de Kurosawa, que son todas sus películas, aparece en una noche de nieve el columpio solitario de 'Vivir', y resulta que es el columpio de morir. Los columpios llevan de un mundo a otro y también traen. Son un vehículo de los fantasmas. Los columpios en el cine no hablan de lo mismo que los columpios en los cuadros de Fragonard, de Goya... No es igual cuando se columpia un rico que cuando un pobre se columpia. Históricamente, en el supuesto de que la historia empezase el 1 de mayo de 1889, es decir, con el obrerismo operístico de la II Internacional, los pobres nos hemos columpiado mucho. Para evitarlo, en algunos parques de barrio se han puesto esos tubos de hierro en vez de columpios. Cosas de la socialdemocracia sueca. Se ven, por ejemplo, en el parque de la película vampírica 'Déjame entrar' (cuyo cartel recordaba a la antigua teleserie también sueca 'La piedra blanca'). En 'Déjame entrar', también es la noche, también la nieve, como en 'Vivir' de Kurosawa, también la lucha por la no muerte.

Los columpios plantados al pie de los bloques. Poniendo un balancín, un tobogán, unos juegos, ha ido humanizándose el paisaje urbano de esta Barcelona metropolitana, es decir, con napolitanas de un metro como una ciudad de puro hojaldre. Cualquier rincón de la acera, ni siquiera hace falta que dé el sol, ha servido para montar algo para los niños. Los columpios de los barrios tienen así ese aire de monumento de rotonda.

A cambiar las cosas se le llama transformación del paisaje urbano, que oído por primera vez hace pensar en un guardia pintando acuarelas vestido de terciopelo.

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Otro cambio en los barrios ha consistido en dejar de ver pasar a la madre vieja con el hijo enfermo para ver pasar al hijo viejo con la madre enferma. “Las cosas se descubren a través de los recuerdos que de ellas se tienen”, esto es lo que decía Cesare Pavese en 'El oficio de vivir'. Luego se quitó la vida. Sí, quizá suene melancólico; pero es sobre todo una defensa de la memoria, y sobre la memoria se constituye nuestra cultura. Así ha sido desde Homero, y los aedas griegos que recitaban de corrido miles de versos, hasta los lápices de memoria que llevamos en los bolsillos. Recordar no es melancólico, lo melancólico es la añoranza. Pero, bueno, Edgar Allan Poe escribió en un ensayo literario que la melancolía es el más legítimo de los tonos poéticos, y como lector de Poe, es decir, como lector poético, no va uno a llevarle la contraria.

Al principio, hace dos décadas, tres..., en los parques, o siguiendo la barandilla del río, o donde daba el sol entre los bloques, se veía a la madre vieja con el hijo enfermo del brazo paseando juntos, todo el rato en silencio. “Está delicao”. Si hablaba alguien, solo hablaba ella. Después el paisaje humano se transformó; pero no como, según la termodinámica, lo hace la energía sino mediante un proceso de destrucción irreparable. Ahora es el hijo ya mayor, otro hijo, el que lleva a la madre vieja del todo en silla de ruedas. Ambos callados, paseando juntos por los mismos soles que aún se cuelan entre esos bloques postergados por la geografía y la historia, o por abajo en el río ya ajardinado, o por el rincón de los columpios a donde van los niños. 

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La madre viste parecido a como iba hace años, la chaquetita de lana. Y el hijo va igual o también parecido. La cazadora tejana es la misma de toda la vida. Sin embargo, su rostro no es el mismo. Su cara de ahora ha comprendido al fin algo que ya sabía desde el primer momento. Tipos baqueteados, exchavales con los jirones del rock and roll vivido y el poso de las cervezas bebidas anclándoles en la historia. Ahora el hijo y la madre pasean también todo el camino callados. El barrio no es el mismo (hay columpios), ni él es el mismo que su hermano, ni la mujer es la misma que cuando llegó a los bloques. Pero el silencio de ambos es el de siempre. El poeta Leopardi, un pesimista tremendo que se agarró para salvarse a la memoria de la emoción, decía que vivimos por costumbre.

En la madre, en el hijo compartiendo el recuerdo callado, no hay nostalgia, solo realidad. Todo esto existe, vive. Ni siquiera ha pasado a ser memoria todavía. Esta gente no quedó atrapada en ningún pasado, es puro presente, del cual se les ha excluido siempre. Primero por dinero, por clasismo económico y social; ahora por un clasismo histórico con que el pijerío niega a los pobres el derecho a la memoria, y llama nostalgia a la historia que han protagonizado las clases populares. Son los terratenientes del tiempo.