Un 'hopper' de barriada

En las verbenas no suele hace demasiado bochorno, aunque en las literarias los personajes se derritan

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OLGA MERINO / BARCELONA

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A pesar de ser una ciudad muy balconera, pocos de sus habitantes se dejan ver acodados en las barandillas; muy pocos, contados con los dedos de una mano. Si acaso, el fumador arrinconado por su pareja exfumadora. O el vecino que se asoma a pecho descubierto, más por desesperación térmica que por el dulce entretenimiento de ver pasar la vida. En los pisos barceloneses, los veranos son de puertas hacia adentro, con las persianas bajadas, en una penumbra a rayas que finge ser más fresquita.

La terraza con toldo es otro asunto. La sombra (aunque sea tórrida), la silla plegable, las chancletas, la mínima ropa, una botella de agua a mano y tal vez, para matar el tiempo, una lectura ligera, sin demasiados meandros argumentales que sobrecalienten las bujías. Una novelita de compás binario, como las del Oeste, con buenos, malos y esos matojos rodantes que rastrean las calles desérticas en medio de la solanera. La que está leyendo José, que así se llama el señor de la foto, lo parece; una de Silver Kane o de Vic Logan.

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El fotógrafo Ferran Nadeu avistó al señor José el jueves, poco después de mediodía, a la hora de la chicharerra. Andaba el compañero patrullando por la Barceloneta, a la caza desesperada de un retrato que captase el mucho calor, cuando, de repente, lo vio en la compañía de Carmen Juan, sentados los tres en su terraza de la calle Almirall Cervera. “¿Les importa si subo a hacerles una foto?”

EN LA CALLE ANCHA

En el barrio lo comprenden todo. En el barrio ponen las cosas fáciles, lo que no quiere decir que lo sean. En el barrio te cuentan que luego, con la fresca —es un decir—, bajan los tres un rato a distraerse la playa. “No miren a la cámara, así, así, como estaban antes”. En el barrio, a la del almirante la llaman la calle Ancha. Una vía que dentro de poco figurará en el nomenclátor como la de Pepe Rubianes.

Más o menos a la misma en que los vecinos de la Barceloneta bajaban a caminar sobre la arena, hábito muy beneficioso para la circulación, servidora le mostraba la imagen a un amigo en el tostadero de una terraza callejera, hablando precisamente del calor y las mutuas miserias. “Mira, qué foto tan guapa”. Y mi amigo, sagaz a pesar de que estos sofocos le habían fundido los cubitos del gintónic al segundo sorbo, clavó el diagnóstico: “Ostras, qué buena; parece un cuadro de Hopper, un hopper de barriada”.

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Sí, la foto se da un aire con la pintura ‘Grupo de gente al sol’ (1960), donde cinco personas toman el sol en unas sillas puestas en fila y una de ellas también lee. Se trata de una de las obras más extrañas de Edward Hopper, el pintor de la intimidad, de la exclusión, de la lejanía, del estancamiento a veces. Un cuadro raro porque los modelos se asolean vestidos con traje, como si no hubiesen abandonado todavía el aire acondicionado del despacho, como si estuvieran esperando turno en la oficina de Hacienda en Letamendi. Ni siquiera la luz que los alumbra parece real.

En cambio, la foto exuda verdad y sensación de bochorno. Vuelvo a mirarla y sufro por el pájaro de la jaula, en cuyo bebedero parece escasear el agua. La foto preludia la noche tropical, el sofoco insomne, el olor picante de la pólvora que se echó encima.

VERBENAS LITERARIAS

En las verbenas barcelonesas —en las normales— no suele hacer demasiado calor y, sin embargo, en las literarias los personajes se derriten. No deja de ser curioso; algún estudioso debería dilucidar en cuál hace más calor, si en la de ‘Últimas tardes con Teresa’, cuando el Pijoaparte se cuela en una torre de Sant Gervasi el 23 de junio de 1956, o en la de ‘La plaça del Diamant’, en el ‘envelat’ donde Natàlia, la ‘Colometa’, baila un pasodoble con Quimet, el hombre que tenía los ojos de mono.

Juan Marsé describe a su murciano, que acaba de afanar una moto, abriéndose paso en la fiesta con un traje de color canela, en un jardín inundando de aromas húmedos y ligeramente pútridos, entre “vaharadas dulzonas de jóvenes cuerpos sudorosos”. Pero, aun así, en la novela de la Rodoreda la asfixia parece más palpable, más espesa, tal vez porque los jinetes de la guerra civil ya venían galopando a lo lejos. Escribe Mercè Rodoreda: “Y hacía calor. Los chiquillos tiraban cohetes y petardos por las esquinas. En el suelo había pipas de sandía y por los rincones cáscaras de sandía y botellas vacías de cerveza y por los terrados también encendían cohetes. Y por los balcones. Veía caras relucientes de sudor y muchachos que se pasaban el pañuelo por la cara”.

El calor como metáfora es una constante en la literatura para acentuar la confusión o la sensualidad de los personajes y sobre todo para subrayar un clima moral desesperanzado, en descomposición. Pero eso solo pasa en las novelas. O no.