BARCELONEANDO

Ruido de banderas

Atardecer sobre la ciudad desde el Turó de la Rovira después de la tragedia

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Olga Merino / Barcelona

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Desde la espléndida balconada del Turó de la Rovira, la Rambla no se distingue y, en la lejanía, la estatua de Colón tiene el tamaño de una aguja de zurcir, tan insignificante que cuesta encontrarla entre la paja del pajar. En cambio, la calle de Castillejos, sin un pedigrí especial en el nomenclátor, parece ahí arriba un torrente en descenso impetuoso hacia el mar, el Orinoco del callejero. Casi todo en la vida es cuestión de perspectiva. Un trampantojo. Un espejismo.

En realidad, parte del juego en los búnkeres del Carmel, a 262 metros sobre el nivel del mar, consiste en ubicar los edificios emblemáticos del ‘skyline’ barcelonés, arracimados colina abajo como una maqueta hecha con legos o con el viejuno Exin Castillos. El hotel Vela, la Sagrada Família, la torre Agbar, las tres chimeneas del Besòs…  En los días despejados, sin calima, puede divisarse la isla de Mallorca; a estribor, la vista alcanza el aeropuerto de El Prat y, por el lado de babor, hasta más allá de Montgat. Una panorámica de 360 grados.

La vista desde los búnkeres del Carmel abarcan una panorámica de 360 grados

Repeché el miércoles las cuestas del Carmel, no en la Ducati afanada del Pijoparte, sino en mi Scoopy achacosa, porque había que reanudar las crónicas, con el aire ácido y travieso de esta sección llamada Barceloneando, y resultaba imposible afilar el lápiz después de lo sucedido hace dos semanas. Se hacía imprescindible un ritual previo e íntimo con la ciudad, nuestra ciudad, contemplarla en la distancia, acariciar con la mirada esta colmena abarcable, coqueta y a la vez elegante, rendida a su vocación marítima. Subí buscando dos cosas imposibles y casi las encontré.

La primera, el silencio. Un propósito absurdo porque hace más de 50 años el músico norteamericano John Cage se encerró en una cámara anecoica con la esperanza de encontrarlo y se quedó con las ganas: enseguida detectó perplejo dos ruiditos, uno grave y el otro agudo. Al acabar el experimento, el técnico encargado de la cápsula insonorizada le explicó que se trataban de su sistema nervioso en funcionamiento, el de Cage, y el de su circulación sanguínea, bum, bum, bum. El silencio absoluto no existe.

Silencio para escuchar mejor

Tampoco aspiraba una a tanto, sino a ese silencio que permite escuchar mejor, a un estado mental opuesto al estruendo y al exceso de palabrería y de banderas, que suelen hacer mucho estruendo. Demasiado para ser sólo trapos que a fuerza de soles e intemperies acaban por perder los colores y el apresto crujiente.

Se hacía imprescindible un ritual íntimo y distanciado antes de reanudar la escritura

Había mucha gente en lo alto de la loma, gente ruidosa pero tranquila, porque se ha puesto de moda contemplar el atardecer desde las baterías antiaéreas instaladas por la defensa de la República en 1937 para responder a los ataques de la aviación fascista. Los visitantes se traen la merienda de casa y compran la cerveza o el refresco a los lateros que suben con las neveras de hielo.

Un hormigueo de humanidad ociosa cuya máxima transgresión, por lo menos el día de la visita, fue saltar la valla instalada por el MUHBA junto al barranco, una verja que protege los vestigios de lo que fue el pabellón de la tropa, para contemplar las vistas con las piernas colgadas en el vacío. Vivir ya es un poco eso.

Me puse los cascos y el botón aleatorio quiso que sonara Van Morrison, a quien va muy bien tener a mano esos días en que apetece desconectar el teléfono como Greta Garbo. Y nada, me senté a esperar lo segundo: la lluvia.

Hacía mucha falta que lloviera. Lluvia que limpia, que se lleva todo lo malo. A veces, la pena de la lluvia es infinita, pero al mismo tiempo es también la semilla de la vida después de la muerte. Vida como la que rezuma el poema de José Agustín Goytisolo que revoloteó el día de la tragedia: “… y saldré/ por tus calles cantando/ cantando hasta quedarme/ sin voz —porque serás/ de nuevo y para siempre—/ albergue de extranjeros/ hospital de los pobres/ patria de los valientes/ tú, Laye, mi ciudad”.