Gabinete de curiosidades

Arnaldo Biete custodia una colección de colecciones en una torre de principios de siglo en la Font d¿en Fargues

OLGA MERINO / BARCELONA

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A simple vista, desde fuera, el inmueble situado en el número 16 de la calle de Verema parece una casita más de las muchas que, a partir de 1905, empezaron a poblar la Font d’en Fargues, un oasis en la parte baja de Horta; baja, es un decir, porque aquí todas las calles son empinadas. Una torre coqueta sin misterio aparente cuyo interior custodia, sin embargo, un extraño tesoro, una abigarrada colección de colecciones.

En el barrio se la conoce como el Gabinete de Arnaldo Biete, que así se llama el dueño. Una palabra hermosa en justa alusión a los gabinetes de curiosidades o ‘wunderkammers’ (cámaras de maravillas) que afloraron en el siglo XVI, con los viajes transoceánicos, para mostrar el exotismo de animales venidos de lugares lejanos, de las plantas carnívoras, de corales, fósiles y piedras preciosas que los barcos traían de vuelta. Se extendieron por Europa de la mano de aristócratas porque, hoy como entonces, el coleccionismo requiere tiempo, dinero y espacio: la santísima trinidad, una y trina.  

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No hay huevos de avestruz ni colmillos de narval en las estanterías del señor Biete; su repertorio es más prosaico, aunque vastísimo: mecheros, imanes de nevera, dedales, teléfonos móviles —desde el zapatófono, hasta la sofisticación del iPhone—, cajas de cerillas, gomas de borrar, calzadores, peines y llaves de hoteles; también, los letreritos del ‘do not disturb’. Dos plantas atiborradas de objetos de una casa adquirida por su padre a principios de los años 50 tras vender una valiosa colección de anillas de puros; un médico de Madrid se había encaprichado de las vitolas.

O sea que el gusto, hábito u obsesión le viene de familia. Biete, joyero jubilado, comenzó a coleccionar sellos a los 9 años, y siguió, y siguió, y siguió hasta convertir su hogar en una especie de museo Marès, segunda planta. ¿El surtido más chocante? El de las bolsas para el mareo de los aviones o el de esquelas mortuorias —Cambó, Kennedy, Franco, Anthony Quinn—, guardadas en riguroso orden cronológico en álbumes anillados. Para no perder los nervios con las tareas de clasificación, cuenta con la ayuda de su esposa, Lluïsa, que le respalda la afición, y del voluntario Manel Gómez, fundador de la Colla de Diables de El Carmel. Dicen que el coleccionismo estimula la memoria y la constancia.

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Llegados a la mitad de la crónica, todavía no ha aparecido la verdadera joya de la corona, la colección de puntos de libro, de los que atesora medio millón, algunos tan valiosos como los marcapáginas de seda urdidos en los telares de Thomas Stevens en Coventry, muy cotizados en la época victoriana para señalar los últimos versículos de la Biblia leídos en las casas respetables.

Una vez al año, junio, coincidiendo con las fiestas de Horta, los Biete organizan un encuentro de coleccionistas en su casa, cuyas puertas abren sin inconveniente alguno al curioso con cita previa.

El lego en estas lides abandona la torre de la Font d’en Fargues preguntándose la razón íntima de tanto acopio. Quizá sea el afán de buscar. O un truco del almendruco para no pensar en otra cosa. O un intento de ordenar el cosmos, de buscarle un sentido; puede que sea eso, sí, porque bastantes escritores compaginaron el ejercicio de las letras con el coleccionismo: Nabokov atesoraba mariposas; Baroja, instrumentos de navegación; y según la leyenda, Lord Byron guardaba vello púbico de sus amantes en sobres con sus nombres escritos.

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También Neruda, el poeta del amor que no supo amar, convirtió su casa de Isla Negra en un espejo de su estilo literario, una yuxtaposición de metáforas brillantes. Aunque le gustaba juntar cachivaches, él no se tenía por coleccionista, sino por “cosista”. De todo: caracolas, botellas, mascarones de proa… Y cuentan que colgaba los nombres de sus amigos fallecidos en las vigas que sostenían el espacio del bar de la casa.

Sea como fuere, tiene el hábito de coleccionar algo de melancólico, de insistencia en lo imposible, porque siempre falta algo. Como al chaval del cole que nunca encontró en sus recreos aquel unicornio en forma de cromo.