Barceloneando

El mogollón da miedo

Son estos tiempos turbulentos donde la única salvación del individuo es convertirse en solitario

Lateral de la carpa del mercado Sant Antoni, en el cruce de Riera Alta,

Lateral de la carpa del mercado Sant Antoni, en el cruce de Riera Alta, / periodico

Javier Pérez Andújar

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Llevo mucho tiempo repitiéndome el principio de aquel artículo que Umbral le dedicó a López Rodó, cuando la Transición aún se llamaba Nadiuska: “Todos esperábamos un octubre caliente, pero parece que vamos a tener un septiembre cachondo”. El pasado septiembre fue demasiado triste, y empezó a finales de agosto con la mani contra el atentado de las Ramblas y en homenaje a las víctimas. Fui allí de cronista y salí de ella marxista, creyendo que lo único que podía decirse era algo del tipo “víctimas del mundo, uníos”.

En los tiempos de Nadiuska y de Marcelino Camacho se llevaba ser marxista de Groucho, y a la cabeza, y con todo el derecho y la finura del mundo, por supuesto, estaba Manuel Vázquez Montalbán. Luego cayó el muro, la izquierda se quedó sin habla y así nos convertimos en marxistas de Harpo. La lucha de clases era apenas el eco de su bocina. Llegado el siglo XXI, se impone el marxismo de Chico. Él es el emigrante, lo dicen su sombrero y su chaqueta, que le resultan tan extraños como él lo es al mundo. En lo que su personaje tiene de italiano está lo que el izquierdismo de hoy toma de gramsciano. Chico también ha nacido dotado para la exégesis, para descifrar señales que nadie entiende, y por eso hace de intérprete entre el marxismo mudo de Harpo y el marxismo locuaz de Groucho, y por tanto de intermediario entre Marx y el resto de la humanidad. En Chico está el esnobismo, el dandismo de quienes se sientan solitarios a tocar el piano. La suya es una elegancia humilde, la misma que la de aquellos tipos del bar, del sindicato, que sabían jugar al ajedrez.

"Todos esperábamos un octubre caliente, pero parece que vamos a tener un septiembre cachondo", escibió Umbral

Escribo esta crónica en un día de huelga en el que no creo, pero no lo hago para reventarla (en lo que a mí respecta) sino porque escribir no es para mí un trabajo sino una droga, una vía de evasión. En otras huelgas también he escrito, entonces lo hacía porque creía que era mi manera de apoyarlas, de sumarme, de contarlas. En realidad, lo único que pretendía era escribir. Para que algo me interese tiene que estar acabado en el más trágico de los sentidos. Me fascinan las cosas antiguas, tengo pasión por lo que no existe. Esto se da mucho en la literatura. Esto, por ejemplo, es lo que vincula a dos escritores tan dispares como Baudelaire Lovecraft. El ensayista Antoine Compagnon les llama los antimodernos (con ese título aparece su libro editado en El Acantilado). No ha incluido a Lovecraft, pero este autor reúne todas las condiciones. Baudelaire detesta el culto al progreso, no en vano es el primer decadentista. Lovecraft se confiesa de este modo en una carta: “la vejez me reclamó a temprana edad”. Tienen más en común. Los dos son conservadores, pero conservador es otra cosa, son reaccionarios, y ambos viven sobrecogidos por un terror. Les pertenecen a uno y a otro vidas atormentadas y breves. Ambos mueren a los 46 años. De hecho, Baudelaire es el descubridor, el gran divulgador de Poe, el manantial del que brota Lovecraft. Baudelaire y Lovecraft pertenecen a esa estirpe que empieza en Marco Aurelio, la que en vez de individuos da solitarios. A este respecto, se cita frecuentemente el famoso cuento de Poe titulado 'El hombre de la multitud'. A lo que Edgar Allan Poe llama multitud, en tiempos de Marco Aurelio recibía el nombre de turba, y con esta palabra va a calificar irónicamente el exministro socialista Borrell a la masa que pedía a gritos prisión para Puigdemont en la manifestación no independentista del 8 de octubre: “no seáis como la turba romana”, les hizo callar de este modo nada más empezar su intervención.

A lo que Poe llama multitud, en tiempos de Marco Aurelio recibía el nombre de turba

Entre la mani del 8 de octubre y la del 29 de octubre, se plasman dos Josés Borrell distintos, igual que hay dos Juanes en el Nuevo Testamento sin dejar de ser el mismo autor: el del Evangelio y el del Apocalipsis. Pero es que al fin acaban de formarse dos multitudes, y es el momento en que quedan expulsados de la calle quienes no van con nadie. Corren malos tiempos. Mucha gente siente que no le queda otra que hacerse multitud. Podría nombrar a un buen puñado de personas que lo han decidido en un sentido u otro, gente que hasta ahora había conseguido mantenerse al margen. Se trata de un puro instinto de supervivencia. Lo dijo Cioran en 'La tentación de existir': “el futuro es siempre cómplice de las turbas”. Y todo el mundo tiene derecho al futuro.

La otra tarde, pasando por la carpa del mercado de Sant Antoni, me acordé de aquel cuadro de Edward Hopper, 'Noctámbulos'. Era igual, pero con carteles de antiguas manifestaciones hechos jirones. Más nuestro. Ya se había hecho de noche y tras los cristales de la carpa brillaba una luz fría, que sin embargo alentaba una señal de vida. El poeta Mark Strand dijo que lo más imponente de esta pintura ocurre fuera del bar. No hay nada ni nadie en la calle, no se ve a nadie con quien compartir lo que se siente. Si los personajes de la barra son solitarios, aún lo es más quien contempla el cuadro. Tiempos de turbas, o por lo menos turbulentos, donde la única salvación del individuo es convertirse en solitario.