Futbolín, el clásico de los bares

Hay una Champions que se puede ganar sin correr. Pero también se suda lo suyo

Julio Salinas disputa una partida de futbolín en el bar The George Payne.

Julio Salinas disputa una partida de futbolín en el bar The George Payne. / periodico

ELOY CARRASCO / BARCELONA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Es difícil encontrarse con alguien tan de Bilbao como Julio Salinas. Tan de Bilbao,­ según los cánones que marcan las comedias de moda. Salinas es un apellido de origen navarro, no tiene ninguna equis ni ninguna ka, y por lo tanto no estaría entre los ocho que requiere Karra Elejalde para un yerno aceptable, pero da lo mismo.

Julio Salinas es más de Bilbao que el Guggenheim a pesar de que lleve la mitad de su vida en Barcelona, de que su mujer y sus hijos sean catalanes, de que se desenvuelva con soltura de tertuliano hablando catalán y de que él mismo naciese nada menos que un 11 de septiembre, el de 1962, lo cual quiere decir que ha cumplido ya los 53 aunque no lo parezca ni haciendo el mayor de los esfuerzos por verle algún surco de la edad provecta. Conserva Julio un aire juvenil que empieza a ser preocupante. Esbelto, sin canas ni arrugas y bilbaíno hasta los huesos cuando se pone a jugar al futbolín, por supuesto de delantero, y celebra los goles como un chaval, dando brincos, cerrando los puños y armando jaleo tal que si hubiese anotado alguno de aquellos remates heterodoxos, inverosímiles, tan suyos, de cuando Cruyff, o Clemente, se lo trajo desde el viejo San Mamés para competir por el nueve del Barça, donde acabó siendo campeón de Europa en Wembley.

Tan bilbaíno de pura cepa parece Salinas que la semana pasada, antes del clásico, pronosticaba, como si ya hubiera visto el partido, un triunfo claro, indiscutible y hasta amplio del Barça a todo el que le preguntara. Lo hicieron unos muchachos en el bar The George Payne de la plaza Urquinaona, escenario escogido para la eliminatoria barcelonesa de la Championslin, y resultó que eran madridistas. Desesperanzados quedaron cuando el oráculo consultado les dijo sin el menor titubeo que lo tenían crudo, y que se armasen de paciencia porque la hegemonía culé va para largo. En aquel momento sonaría a fanfarronada, pero el caso es que clavó el diagnóstico.

La Championslin, que era el motivo que había llevado a Julio Salinas al bar en funciones de padrino, es una competición de futbolín patrocinada por una marca de ron (Captain Morgan) que se celebra en las cuatro ciudades españolas con equipos participantes en la actual Champions League, o sea Madrid, Valencia, Sevilla y Barcelona. De cada ciudad salen unos vencedores que se habrán de ver las caras en la finalísima de Madrid, y la pareja de ganadores tendrá como premio una visita a San Siro, en Milán, de donde saldrá el campeón de la próxima ‘orejona’.

El futbolín, por cierto, lo inventó un editor gallego, Alejandro Finisterre, en un sanatorio en Montserrat. Lo hizo para aliviar el tedio de los muchachos que estaban hospitalizados con él, malheridos durante la guerra civil, muchos de ellos mutilados. Luego se tuvo que exiliar en Francia y en el tortuoso trayecto se le extraviaron los documentos de la patente, que posteriormente le fue reconocida.

Algunas de las mejores muñecas de estos pagos, en fin, se citaron el jueves pasado en la plaza Urquinaona. Las brochetas de jugadores no presentan el habitual Barça-Madrid o Barça-Espanyol, porque uno de los equipos va de negro. Hay, por primera vez, una pareja femenina. Aunque no hay que correr, también se suda mucho. Algunos jugadores son muy buenos. De pronto suscita cuchicheos un joven que lleva una camiseta del Gran Master Nacional de Futbolín de Rábade (Lugo), pero es una falsa alarma. Los cracks eran otros.

Pulula inquieto por la zona Salinas, que conserva un muy considerable remanente de fans que no paran de solicitarlo para fotos. “Yo me lo paso bomba en estos sitios”, dice, y parece sincero. Se da maña con el futbolín, aunque confiesa que cuando era futbolista profesional en las concentraciones se jugaba más a las cartas, casi nunca había futbolines. “Bueno, espera, en el Mundial sí había. ¿Quién era el mejor? ¡Pues yo, claro!”. Por si alguien lo dudaba.