El final de la travesía

El colombiano Gonzalo de Jesús Ortiz malvive en un albergue de BCN sin dinero para volver a su país tras el traspié europeo de su epopeya en silla de ruedas contra el hambre infantil

Gonzalo de Jesús Ortiz en su silla adaptada, el pasado viernes en Barcelona.

Gonzalo de Jesús Ortiz en su silla adaptada, el pasado viernes en Barcelona.

MAURICIO BERNAL

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Su séptima travesía Gonzalo de Jesús Ortiz la empezó en Medellín el 14 de noviembre del 2016, cuando salió de su casa escoltado y a bordo de la silla adaptada que conduce desde hace 12 años. Le tomó menos de una semana llegar a Turbo, el puerto sobre el golfo de Urabá donde se embarcó en el ferri que lo llevó a Panamá sorteando la selva del Darién, intransitable incluso para una silla todoterreno como la suya. En Panamá comprendió que su Cruzada Internacional contra el Hambre Infantil no iba a ser un paseo triunfal, y algunas noches tuvo que dormir en la calle porque no encontró apoyos. Pero Ortiz, que es terco y cree en Dios, siguió adelante. A partir de Guatemala las cosas mejoraron, y en México fue recibido como un héroe, se reunió con alcaldes, salió en la prensa. Dio, como tenía previsto, el salto a Europa, pero aquí todo fue mal. Ahora está en Barcelona, duerme por las noches en el albergue municipal de la Zona Franca y no tiene dinero. Atrapado. Así es como se siente.

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Ortiz cosechó fama en Colombia cuando en el 2010 llevó a cabo su primera travesía. «Quería hacer algo, algo contra la monotonía en la que vivía metido. Y me dio por salir a las carreteras, a vivir, a ver mundo». Las llamó travesías y decidió dotarlas de contenido. «Que sirvieran para algo», dice. A la primera la bautizó Embajada por la Paz y con ella fue hasta Caracas con un mensaje de entendimiento y conciliación, justo cuando más tensa estaba la relación entre los presidentes de Venezuela y Colombia; en aquel entonces, Hugo Chávez y Álvaro Uribe. Después, prácticamente una travesía por año: en el 2011 por las víctimas del invierno, en el 2012 por la paz de Colombia («esa fue larga, le di toda la vuelta al país»), en el 2014 por la paz, de nuevo, en el 2016 por el hambre infantil. Hubo más por el camino. La séptima travesía era un salto cualitativo. Su proyecto más ambicioso.

VISITANTE DISTINGUIDO

Ortiz viaja ligero de equipaje, con una bolsa en la que carga ropa y herramientas para cuando la silla se estropea. Eso y un par de carpetas, una con los recortes de los artículos que han escrito sobre él en los países por donde ha pasado y otra con documentos varios, papelería. En la segunda, por ejemplo, guarda el diploma que lo acredita como Visitante Distinguido de Santo Domingo de Zanatepec, uno de los pueblos de México donde la recepción fue cálida y respetuosa, y donde pudo difundir en condiciones su mensaje. También lleva el acta de constitución de la Fundación Gonzalo Ortiz Tu Mano Amiga, que a pesar de estar legalmente constituida «no la conoce nadie», admite el aventurero solidario. Uno de los objetivos de la séptima travesía era -es- ese: darla a conocer, volver a Colombia con una carpeta de apoyos que le granjearían los recursos para ponerla en marcha.

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La otra carpeta es, a su modo, una carta de presentación. Unidos, los recortes conforman la historia de sus siete travesías, de sus momentos buenos y menos buenos, por ejemplo cuando llegó hace unos meses a la frontera nicaragüense y no lo dejaron pasar, y tuvo que regresar pedaleando a San José de Costa Rica. Hay fotos de su avance por las carreteras del Caribe escoltado por la policía y una foto de su encuentro con el alcalde de Ciudad de México. De Europa, en cambio, donde se las prometía mejores, no hay nada. En la lista de objetivos que se había emplazado a cumplir estaba una reunión con el Papa, pero desde el albergue donde ha pasado los últimos dos meses la posibilidad se antoja remota. Ahora, de hecho, lo único que quiere es volver. Primero a México, donde le fue tan bien, y luego a Colombia. Pero tiene los bolsillos vacíos.

ROZANDO LA DEPRESIÓN

En el albergue ha rozado la depresión; dice que ha perdido entre seis y siete kilos. El mejor momento de la jornada es cuando sale a entrenarse en una pista cercana. De resto, no sale mucho. Fue en Roma, donde aterrizó en marzo, gracias a un billete cortesía del alcalde de Ciudad de México, donde se dio cuenta de que la etapa europea de su séptima travesía estaba condenada al fracaso. Que no lo iban a dejar ir solo por carretera, como en las Américas, y que mucho menos le iban a facilitar escolta; y que no iba a ver al Papa. «Gonzalo, aquí no es así, usted se vino a un sitio muy difícil», le explicaron en la embajada. Pero él ya se había dado cuenta de cómo era aquí.

Resignado a gestionar el regreso, vino a Barcelona por el idioma. Aquí se mueve, busca ayuda, pero todo son puertas cerradas. Como un mochilero, como un aventurero, su cruzada la empezó -al cambio- con 150 euros en el bolsillo. Confiaba en el poder seductor de su mensaje para abrir puertas, para abrirse camino. Siempre había funcionado.