barceloneando

La banda sonora del extrarradio

El trío rumbero Los Chichos, en un momento de su actuación en la sala Apolo, el sábado pasado.

El trío rumbero Los Chichos, en un momento de su actuación en la sala Apolo, el sábado pasado.

OLGA MERINO

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Nonainooooooo, nonainooooooo... Parecía mentira pero ahí estaban, sobre el escenario, envueltos en una neblina de luces rojas después de haberse hecho esperar un buen rato mientras los teloneros entretenían a un público que tenía muy claro a lo que iba. Los aguardaban a ellos, a los mismísimos, Los Chichos, una leyenda de la rumba flamenca en su concierto de despedida. Fue el último sábado, en la sala Apolo.

Para ser francos, no fue un concierto, sino un sarao entre socios de la misma peña con un sold out completo. Una especie de comunión catártica disfrazada de viaje a la nostalgia, a la banda sonora de los 70 y primeros 80, a los tejanos Lois de campana, las Ray-Ban de pega y el paquete de Sombra. Eso en la versión light; en el relato más duro, una época de reconversión industrial, lucha obrera y heroína a manta.

Antes de que empezara el desparrame, pregunté a un vecino de mogollón, de nombre Albert, a qué había venido, cuál era su porqué, y no tardó ni medio segundo en responder: «Mira, yo nací y me crié en el Carmel y, si estabas por allí a finales de los 70, Los Chichos sonaban todo el santo día. Me traen recuerdos de mi adolescencia». Su contestación se repitió idéntica entre una concurrencia variopinta en la que cabía de todo, desde veinteañeras -ellas no escucharon a sus ídolos en aquellas cintas de gasolinera-, hasta espectadores talluditos, como Eusebio, ya jubilado y el único de los sondeados en advertir que entonces había una dictadura en la que el trío rumbero aportaba algo de «aire fresco». Los Chichos llevan en la brecha desde el 73, el año de Carrero Blanco.

En un rincón, dos heavies apuraban sus cervecitas (uno lucía en la chupa el emblema del grupo Kiss). Tan rockeros ellos, con sus melenas, ¿qué pintaban allí? «En los años 80, si eras de barrio, esta era la banda sonora; cuando ibas a los autochoques, oías Chichos u oías Rolling». Juan y Andrés; uno de la Verneda y el otro de Nou Barris, que entonces no se llamaba así. Tampoco había mossosHabía picoletos. O la pestañí.

Recuerdos de infancia o juventud, propios o heredados. Respuestas calcadas en las que solo variaba la ubicación geográfica en el mapa del extrarradio. Andaluces o extremeños, sus hijos y nietos, asentados en el cemento de la periferia: Cornellà, Bellvitge, Sant Adrià, Ciutat Meridiana, la Barceloneta, El Prat... La rumba flamenca dura era el soul del barrio.

Poco público gitano y contenido el movimiento de los cuerpos, tal vez porque la rumba catalana es mucho más bailable que la procedente de Madrid, como Los Chichos, criados en El Pozo del Tío Raimundo, en Vallecas. La rumba mesetaria y despeñada, la de Caño Roto, es más de letras expresivas para ser cantadas, de manera que el público se hartó de hacerles los coros a unos artistas que venían de vuelta de casi todo (les pasa un poco como a los Stones: mueven una pestaña en el escenario y el público flipa). Y así, a Julio González Gabarre, uno de los componentes, que traía un fémur fastidiado y se pasó casi todo el concierto sentado en un taburete, le bastaba con gritar «¡pueblo soberano!» y enchufar el micrófono hacia la pista para que fuera el respetable el que se desgañitara. Todas sabidas de memoria.

«Seguiré luchando...»

Estribillos convertidos en himno, letras que, de tanto oído para el idioma, a los rumberos les salen con endecasílabos naturales. Canciones que hablan del talego, la droga, la familia y de mujeres muy chungas («ya no te puedo aguantar porque me engañas con otros»). Letras de la pelea por la vida, y quizá por eso, porque en el barrio siempre queda el rescoldo de la batalla, el trío escogió para el arranque aquella rumba que dice: «Pero sea como sea, seguiré luchando por los míos». Gran estallido.

Hubo otros dos o tres o cuatro momentos de subidón dentro del subidón. Primero, con el estribillo de No juegues con mi amor. Segundo, cuando Emilio, hermano del primero, hizo subir a su nieta al escenario, una chica que ni canta ni baila, pero tiene el mérito de estar estudiando dos carreras. El yayo orgulloso subrayó el hecho dos veces, tal vez porque toda historia de barrio es al final una historia de superación.

Tercero, el momento de recuerdo que tienen en todos los conciertos para Juan Antonio Jiménez Muñoz, el Jeros -el de en medio, según Estopa-, desde que se fue a destiempo de la vida. Un grande que antes de serlo echaba los triles —la bolita y los tres cubiletes— en el centro de Madrid.

Por último, el zambombazo de la canción El Vaquilla, a quien Emilio glosó con mucha gracia como «un delincuente de la tierra». Se refería, claro, a Juan José Moreno Cuenca, quien vino al mundo en una barraca de Torre Baró.

Ahora -lo que son las cosas-, los quinquis llevan traje y tienen cuentas en Andorra. O tiran de black.