La ventana indiscreta de Nazario

Practica el vouyerismo furtivo con su cámara desde los años 90 y exhibe ahora una muestra de ese vicio

Nazario, cámara en mano, desde la única ventana de su piso que le ofrece vistas sobre la plaza Reial.

Nazario, cámara en mano, desde la única ventana de su piso que le ofrece vistas sobre la plaza Reial.

Carles Cols

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Como un James Stewart pero sin escayola, Nazario Luque se asoma desde finales de los 90 con la cámara de fotos por la única ventana de su piso que da a la plaza Reial. «Pues sí, soy un voyeur, qué le vamos a hacer». Supone que tendrá ya unas 50.000 fotos furtivas de la vida cotidiana de la plaza, un especie de Solaris urbano que está vivo más allá de quien lo transite o lo visite, ¡coño, un espacio público que piensa y perturba!, como el oceánico planeta inteligente que imaginó Stanislaw Lem, en su obra cumbre de la ciencia ficción, pero por si esto queda un poco de marisabidillo contado así (seguro, sin duda), mejor recurrir a cómo lo contaba el propio Nazario en 1995, en uno de esos libros por los que tuvo ir a buscar a un editor fuera de Barcelona para que se lo publicaran, porque (nunca está de más recordarlo, por aquello de tocar las narices) a este artistazo siempre le han mirado un poco mal en esta, su ciudad adoptiva, ya fuera en su día la socialista Maria Aurèlia Capmany (con la que se las tuvo cuando la créme pesecera quería convertir la plaza en un ágora de la intelectualidad, donde hasta se dijo que le iban a poner un piso a Gabriel García Márquez) o el arzobispo Ricard Maria Carles, que le criticó el cartel de la Mercè de 1995 y salió escaldado. Menudo abanico de rivales, los de Nazario.

«La plaza Reial tiene ese misterio del travesti: tras la fachada de arcadas, palmeras y farolas de Gaudí, uno nunca sabe qué puede encontrar». Ese es el texto introductorio de Plaza Real safari. La respuesta fácil, conociendo la obra gráfica de Nazario, sobre todo sus cómics, sería decir que lo que uno se va encontrar es un pollón, como el de Anarcoma, pero no. Es mucho más.

Ya la portada de aquel libro revelaba que, como voyeurNazario es inimitable. Iba ilustrada con una vista general de la plaza y varias decenas de diminutos personajes, algunos anónimos, otros no, como si fuera un cuadro de Pieter Brueghel, pero no el costumbrista, sino el de la faceta más obscena, como la de El triunfo de la muerte, donde hasta los esqueletos tienen pene.

Una parte de esa trayectoria de Nazario como fotógrafo se exhibe estos días en el bar Ocaña de la propia plaza Reial. Son solo 50 pero muy sugerentes imágenes que merece la pena visitar, aunque para ello haya que sumergirse en la Barcelona turística. Lo que aguarda allí, en las profundidades del Gòtic, es un tesoro, el Nazario fotógrafo. Que el bar se llame Ocaña tiene su qué, porque la obra de Nazario, si no hubiera conocido a ese otro artistazo, hubiera sido muy distinta, lo cual, para la cultura, habría sido una lástima. Ocaña le aportó al underground Nazario una mirada muy cachonda sobre lo folclórico. El resultado de esa fusión en apariencia imposible es de sobras conocido. Una trayectoria como dibujante y como pintor que, por ejemplo, forma parte de la colección del Centro de Arte Reina Sofía y también del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Y he aquí el meollo de la cosa, que nunca está del todo claro que las instituciones culturales de Barcelona hayan llegado a entender muy bien lo que tienen en casa. Es cierto que en el 2002 le dedicaron una estupenda retrospectiva en la Virreina, pero aquello era una muestra que venía reciclada de otra anterior parida en Andalucía.

Una herida en la boca

Habrá que suponer que las autoridades locales, las culturales y las que no lo son, comparten el gen de lo pacato, y claro, cuando el guernica de un dibujante e ilustrador, lo que algunos consideran su cima creativa, se titula Alí Babá y los 40 maricones, afloran los miedos y otros canguelos. Nazario es, parafraseando a Tyler Durden, esa herida en el cielo de la boca que cicatrizaría bien si uno pudiera dejar de rascarla con la punta de la lengua, pero no se puede.

La selección de fotografías que se exponen en el Ocaña (por si hay aquí almas de cántaro) son para todos los públicos. Pero se intuye en ellas que son obras de alguien que, como vecino de la plaza desde los 70, ha visto de todo. En la Reial era donde algunos bares servían el café con cucharillas agujereadas, cuando la heroína era un plaga. Ahora es distinta. Pero siempre fotogénica. Siempre como un travesti.