Buenas anchoas en Detroit

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RAMON VENDRELL / BARCELONA

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Si entro en un bar y veo sifones en número excesivo y distribuidos con intención exhibicionista hago lo mismo que si hubiera visto cucarachas corriendo por el mostrador: me voy por donde he venido. Cada vez puedes ir a menos bares en Barcelona, dirás. Así es, pero mi economía lo agradece y mi salud también, porque no puedo evitar sulfurarme ante la visión de gente guay bebiendo vermut como si fuera sangre de Cristo (cosa que por los precios que gastan estos establecimientos podría ser). Pues eso, que hacer el aperitivo ha pasado de lujo popular a moda cara.

Juan Antonio González Calasevillano emigrado al Poblenou, trabajaba de auxiliar técnico de obra. En 1980, cuando en España había una crisis que tampoco era ninguna broma, se quedó en paro. Su madre le echó un cable para coger en 1981 el traspaso de la bodega Can Roca, inaugurada en 1927 en Pere IV, 460, que fue rebautizada J. Cala. Uno de los digamos argumentos de traspaso fue que la tasca despachaba cada mañana 21 litros de 'barrechas'. Era este cóctel, más o menos (no se usaba vaso medidor) mitad de moscatel y mitad de cazalla, el combustible favorito de los trabajadores de la fábrica Nubiola, a la que la taberna estaba aneja. De hecho, González Cala aún paga el alquiler a los Nubiola. Qué menos que meterse una 'barrecha' (y las que hiciera falta) entre pecho y espalda para ir a fabricar azulete, producto que dejaba la ropa blanca muy limpia pero cuya elaboración contaminaba de mala manera.

EL SECRETO GALLEGO

Excepto por la caída en picado de las ventas de 'barrechas' y por la personalización de las paredes (motivos taurinos, flamencos y boxísticos), poco ha cambiado el bar desde entonces. Las botas grandes aún guardan vinos de Gandesa, el Priorat y la Mancha, si bien las pequeñas, antaño destinadas a aguardientes y licores, son solo decorativas: está prohibida la venta de destilados a granel.

La especialidad de la casa son las anchoas. Del norte, por supuesto. "No hay color con las de L'Escala", dice González Cala. Cada mes de septiembre compra unas 70 latas de 10 kilos a una conservera gallega de la que no suelta el nombre ni a tiros. Son en semiconserva, esto es prensadas en capas solo con salmuera. "En cada capa puede haber como mucho 10 unidades. Si hay más, no dan la talla". Y cada noche dedica entre dos y tres horas a desalar y limpiar las piezas que servirá el día siguiente. "Es necesaria agua fría y corriente, y no basta con un hilillo. Hazlo en invierno".

UN LUJO POPULAR

Ya es el día siguiente. González Cala sirve una anchoa (o sea, dos filetes) grande, firme, carnosa, solo con ligero sabor a pescado y en el punto justo de sal. Como extra, cuatro o cinco aceitunas rellenas, también grandes, firmes y carnosas. A elegir, un chorro de vinagre, de aceite o de salsa de aperitivo. Son 2,40 euros, 3,75 si se acompaña con un vaso de vermut Perucchi. Un lujo popular. Cuánto daño ha hecho en la gastronomía de bar la idea de que la calidad se paga. Hombre, hasta cierto punto. ¡Son puñeteras anchoas, es puñetero vermut! La bodega J. Cala farda en rótulos de tener las mejores anchoas del norte. En cualquier caso son muy buenas y puedes permitírtelas.

Mucho más que el interior de la tasca ha cambiado desde 1927 y también desde 1981 su entorno. Este tramo de Pere IV y sus cercanías no es que conserven vestigios de que el Poblenou fue el Manchester catalán, es que son un pequeño Detroit, todo descampados, ruinas industriales y abandono. Esto garantiza por regla general que no encontrarás a 'hipsters' en la taberna ("ningún legionario puede ser maricón", sentenció un parroquiano el martes pasado) y pone trabas a las ganas de ir a hacer otro aperitivo que da un aperitivo, y así sucesivamente, a menudo con consecuencias lamentables. Con o sin anchoas de nota, apenas hay bares por allí.