Una joya de la prehistoria quirúrgica

El anfiteatro anatómico, que data del siglo XVIII, se abre al público los miércoles

Visita escolar al anfiteatro anatómico de la Reial Acadèmia de Medecina.

Visita escolar al anfiteatro anatómico de la Reial Acadèmia de Medecina. / periodico

OLGA MERINO / BARCELONA

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Hasta anteayer, como aquel que dice, la historia de la cirugía avanzó paralela al catálogo de novedades en ferretería, sección tenazas y serruchos. No hay más que imaginar cómo debían de ingeniárselas en la edad media para tratar las hemorroides o sacar una muela del juicio sin más anestesia conocida que la infusión de mandrágora o beberse medio odre de vino. En realidad, era el barbero quien se encargaba entonces de los menesteres dentales, y lo mismo arrancaba un diente podrido que aplicaba una sanguijuela.

Por fortuna, los barberos sangradores fueron sofisticando métodos y conocimientos, y ya en el siglo XVIII, el de las luces y la ilustración, pugnaban por que el execrado gremio ascendiera peldaños en el escalafón social, según explica Marc Xifró, historiador y responsable de la biblioteca y el archivo de la Reial Acadèmia de Medicina de Catalunya (Carme, 47). Se lo cuenta a un grupo de sexto de ESO -o sea, una cincuentena de niños de 11 y 12 años- durante una visita escolar al antiguo anfiteatro anatómico el miércoles, el día de la semana en que se abre al público esta joya de estilo neoclásico construida en 1763. Pocos se conservan en Europa en tan buen estado. 

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FRASE MEMORABLE

El anfiteatro anatómico, anexo al antiguo Hospital de la Santa Creu, lleva el nombre de Antoni Gimbernat, un anatomista e ilustre cirujano -legó su apellido a un ligamento inguinal- que solía repetir una frase memorable durante sus lecciones en tan hermoso espacio: «Mi autor favorito es el cadáver humano». Llegó a disecar 32 a lo largo de su carrera, una cifra extraordinaria en la España de entonces.

Distribuida en gradas circulares, la luz natural penetra en la sala a través de enormes vitrales y parece dibujar un halo alrededor de un objeto que succiona las miradas con la fuerza de un imán: la mesa de disección es para las clases prácticas de anatomía. Una mesa giratoria, con el sobre de mármol cóncavo y un agujerito en el centro, ay, para que desaguaran la sangre y otros humores corporales.

En la parte superior de la estancia, sobre la grada más alta, se extiende una balconada con celosías abatibles desde donde el visitante ocasional podía presenciar las autopsias. Era un ver sin ser visto a través del enrejado de listoncillos. Poca broma: en aquella época, las lecciones de anatomía llegaron a convertirse en espectáculo de moda al que acudían prominentes representantes de la vida política y social, de suerte que Luis XIV encargó a su cirujano personal, Pierre Dionis, que organizara alguna sesión en los jardines de Versalles. Había algo de 'voyeurismo', sí: el empirismo científico era mirón.  

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El guía Xifró, quien anda explicando que Ramón y Cajal hizo el grueso de sus investigaciones sobre histología entre estas paredes, logra concitar la atención absoluta de los niños -están en la fase del estirón, la pandilla y los secretitos- en cuanto el discurso abandona el microscopio y penetra en terreno gore. A estas edades, se pirran por las historias de zombis y aparecidos.

LECCIÓN DE REMBRANDT

Es entonces cuando los chavales parecen transmutarse mismamente en los figurantes de 'La lección de anatomía del doctor Tulp', el famoso cuadro que Rembrandt pintó en 1632. El lienzo en cuestión muestra al cirujano Tulp diseccionando el brazo de un cadáver, mientras siete compañeros de profesión se embeben de sus palabras como si en ello les fuera la vida. Los niños, pues, asaltan al guía a preguntas, incluida una de difícil respuesta: ¿Y si los familiares reclamaban el cuerpo una vez descuartizado? Glups.

Por de pronto, el del cuadro pertenecía a un tal Aris Kindt, un ladronzuelo reincidente a quien habían condenado a la horca por asaltar a un gentilhombre para robarle el abrigo. El 31 de enero de 1632, el mismo día de la ejecución, posó para Rembrandt en el anfiteatro anatómico de Ámsterdam. Un azul bellísimo el de su umbra mortis.