a pie de calle

Una plaza sin nombre, pero la llaman Cerdà

Señal en la Gran Via, de las pocas con el nombre de la plaza Cerdà.

Señal en la Gran Via, de las pocas con el nombre de la plaza Cerdà.

EDWIN WINKELS

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Él diseñó una cuadrícula, pero su plaza es un círculo perfecto. Él pensaba en rectángulos y octágonos, pero para recordarlo pusieron su nombre a lo que primero fue un caótico escaléxtric y después una rotonda. Él visionaba una ciudad de quietud, de paz y peatones, pero su plaza es territorio ruidoso de motores. Él soñaba en verde, con más jardines que edificios, pero la preciosa pradera que yace en el centro de su plaza solo es alcanzable para las palomas, siempre que vayan a ella volando. Él se las ingeniaba para sacar el agua caída del cielo de las calles y llevarla por amplios conductos soterrados, pero su plaza se inundaba siempre, durante tres largas décadas, cuando caían unas gotas de más. Él, por último, fue el artífice de la expansión de Barcelona con cientos de manzanas, pero su plaza la colocaron en los confines meridionales de la ciudad, con la manzana del Eixample más cercana (Gran Via, Llançà, Diputació, Tarragona) a 1.700 metros.

Una plaza que, en realidad, no tiene ni nombre. En ningún rincón, en ninguna pared, en ningún edificio de la plaza hay indicación alguna de que el transeúnte se encuentre en la plaza de Ildefons Cerdà. Es solo en los mapas, y en alguna señal de tráfico lejana, donde pone «plaza Cerdà». En el nomenclátor oficial del ayuntamiento lo rematan en una miserable línea: «Ildefons Cerdà i Sunyer (Centelles, Osona 1815 - Santander 1876). Ingeniero, urbanista y político». Nada más. Ni mención al Eixample. Menospreciado, el urbanista visionario, como ya lo fue en su vida.

«Una mamarrachada»

3 Vale, la culpa de mandar a Cerdà casi a la Zona Franca fue del alcalde Porcioles, pero al menos fue el primero en acordarse del ingeniero y dedicarle en 1959, con ocasión del centenario del Plan Cerdà, un hueco en la ciudad. Incluso le pusieron un monumento, algo que no se les ha ocurrido hacer ahora, en todo un Año Cerdà. Aquel, por cierto, duró pocos años. «No gustó demasiado, era muy abstracto y se cuidaron de hacerlo desaparecer rápidamente», recuerda su autor, Antoni Riera Clavillé. El arquitecto, ahora octogenario, no olvidará nunca el comentario del general Jorge Vigón, ministro de Obras Públicas del régimen franquista, cuando regresó a Madrid: «Me hicieron inaugurar en Barcelona una mamarrachada».

Riera Clavillé nunca más ha vuelto a ver su obra, de hierro y hormigón, que quedó destrozada y en el olvido. Permanece solo la plaza Cerdà, un mero lugar de paso de miles de coches, aunque algo más amable que antes de su última reforma, en 1998. Hay más actividad y peatones en su entorno desde que la Ciutat de la Justícia abrió ahí sus puertas, aunque, por otro lado, una de las tres torres Cerdà, la de Nissan, está totalmente vacía. Segurcaixa lo acaba de comprar por 18 millones de euros; en 1998, BSC las vendió por menos de la mitad. Hay oficinas en alquiler en todas las torres que rodean la plaza. Ninguna de ellas tiene como dirección oficial la plaza Cerdà. No existe. Nunca existió.