LA SITUACIÓN AZULGRANA

El mejor final

Mathieu se adelanta a Ramos y remata de cabeza el primer gol que abrió el camino del triunfo al Barça.

Mathieu se adelanta a Ramos y remata de cabeza el primer gol que abrió el camino del triunfo al Barça.

DAVID TORRAS / BARCELONA

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Ganó el Barça y así se explicará este clásico para siempre, como si solo hubiera habido uno y no unos cuantos en 90 larguísimos minutos, que llevaron al Camp Nou al extasis entre olés después de haber temido que la noche acabaría de mala manera. Pudo pasar, pero no pasó (2-1). El Barça sufrió mucho, muchísimo, y el Madrid le tuvo en la palma de la mano, con el estadio entero encogido, y el gol dando vueltas, cerca, cerca... Pero pasó de largo y ahí, cuando más perdido parecía, de la nada, apareció Suárez. Entonces, empezó otro clásico y en ese nació otro Barça mientras el Madrid se fue muriendo poco a poco hasta quedar tendido, cuatro puntos más atrás frente a quien le ganó como ellos han hecho tantas veces toda la vida.

La noche acabó como empezó, con el Camp Nou en pie, metido ya en ese proceso de olvidar lo que no merece ser recordado y disfrutar con la última sensación, la de otro clásico que igual vale una Liga. Recordar y maldecir pero ya sonriendo el tramo final, cuando el Barça perdonó todo lo que se puede perdonar, como ocurrió ante el City, con Neymar chutando cuando no debía, y Messi saliendo del aburrimiento al que le condenó el equipo, pero sin el toque genial de siempre. Ver para creer. Justo antes del zarpazo de Suárez, nadie podía imaginarlo. El Madrid bailaba y el Barça era un flan. La grada refunfuñaba, al filo de escucharse algún pito, con ganas de mandar a paseo a Neymar y alguno más. Y, zas, todo cambió. Un gol y el clásico se volvió del revés.

SUBIDÓN Y BAJÓN

Nada que ver con el grueso del partido, tan diferente si se explica por el principio. En una cita sin secretos, con las alineaciones cantadas, el Madrid se encontró a sí mismo después de haber dado muchos tumbos, enganchado por el pegamento de Modric, que casi todo lo que toca lo convierte en valioso, y que hace que la BBC suene mucho mejor. Nada que ver con el Barça que salió con el pecho hinchado y se fue empequeñeciendo, incapaz de sujetar un balón, partido en dos o en tres, y con Messi allá en la banda, con aire ausente, entre aburrido y mosqueado, sin una pelota que llevarse al pie. Bastaba mirarle para saber que todo iba mal.

A la que se disipó el subidón inicial, con la grada dibujando un mosaico espectacular y cantando el himno a capella, mientras formaban los jugadores, en una imagen excepcional por lo que transmite pero también porque solo se produce en el clásico, y que acerca el Camp Nou a un estadio inglés ni que sea por unos segundos. Después, ya se sabe, el entusiasmo va en función del ir y venir del balón, y en cuanto dejó de correr como debería, la grada empezó a removerse, y a mirarse de reojo unos a otros, con ese sentimiento tan culé de «ai, que avui patirem» a la que Cristiano envió el balón al poste. Y justo entonces apareció la cabeza de Mathieu y con el gol ya fue otro cantar.

Duró poco. El Madrid empezó a rematar, y a continuación de que Neymar fallara el 2-0, Cristiano la enchufó, y se tomó su revancha siempre a punto para sacar el ego. Pitado de principio a fin, muy por encima de cualquier otro, le dijo a la grada aquella de «aquí estoy yo», al estilo del grito que pegó con el Balón de Oro. La grada, concienciada de lo que puede costar un grito de más, no pasó del «Cristiano no bebe agua», en la línea de los cánticos light que se imponen en muchos campos. Así que el clásico no pasé de la raya, lejos de los viejos tiempos o de los tiempos de siempre, cuando retumban los insultos y caían cabezas de cerdo al césped.

EL NUMERITO DE LAHOZ

El Barça sobrevivió de milagro, agarrado a Bravo, a Piqué y a la suerte, esperando sin saberlo el fogonazo de Suárez. El gol desordenó al Madrid, y Mateu Lahoz los desordenó a todos, con una actuación desquiciante, un numerito detrás de otro, convirtiendo un partido sin mucho que castigar en un caos de tarjetas. Un árbitro insoportable, con aires de estrella, como corresponde a quien es el preferido de Mourinho.

Mou ya no está, y los clásicos han dejado de ser una reyerta. Hay más o menos fútbol, pero todo más civilizado, para desgracia de Florentino, que seguro que echa de menos todos aquellos medios para justiticar el fin, aunque no siempre se cumpliera, y no la mano blanda de Ancelotti. Con los suyos y con el Barça.

Bartomeu y Florentino se encontraron otra vez cara a cara, en ese politiqueo que tiene mucho de comedia, y en el que club se encarga de hacer saber que ha habido algún momento de tensión (esta vez por la petición formal del Bernabéu para la final de Copa), y que no es más que un obligado protocolo. Pero, eso sí, ni una mala palabra ni un mal gesto, ni un reproche en voz alta a Florentino por más que se haya levantado la sospecha de la mano negra o blanca, con la FIFA, con Neymar y con los poderes fácticos, y se de por hecho que del Bernabéu, ni hablar.

Así que en el palco hubo buenas caras, para no perder la costumbre, al lado de una amplia representación política, encabezada por Artur Mas. También estaba Javier Tebas, que escuchó los gritos de independencia y contemplo las esteladas que le incordian tanto o más que los pitos al himno y al rey. Y por si faltaba alguien hasta se dejó ver saludando como una celebridad el pequeño Nicolás. Pero no hubo mejor saludo que el del equipo y la grada con el Madrid caído.