La mortalidad de Dios

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JUAN VILLORO

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Hijo de un vendedor de frutas en las inmediaciones del estadio de Amsterdam, Johan Cruyff creció para convertirse en el máximo representante de la Naranja Mecánica, la selección holandesa que mesmerizó al mundo del fútbol en el Mundial de 1974 y fue demasiado original para quedarse con un campeonato que parecía tener asegurado.

El Flaco Cruyff fue el gran excéntrico del fútbol. Enemigo de las reglas, puso su carrera en riesgo al golpear a un árbitro y aceptó llevar en la espalda el número 14 con que entonces se agraviaba a los suplentes. Fue el primer jugador de la Era de Acuario, dispuesto a poner en entredicho todo valor establecido.

SENTIDO DEL PELIGRO

Defensor del sexo durante las concentraciones del equipo, fumaba un cigarrillo o comía un sándwich en el medio tiempo del partido. Su capacidad para vulnerar las convenciones lo convirtió en el pupilo ideal del entrenador Rinus Michels, que asumió el fútbol como un carrusel donde solo el portero seguía en su sitio.

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Cruyff aparecía en los más diversos rincones de la cancha con idéntico sentido del peligro. Sus fintas desequilibraban tanto como la peculiar perspectiva con que entendía el juego. Convencido de que lo que se debe mover es la pelota, era incapaz de diseñar una jugada que no fuera, al mismo tiempo, una proeza táctica.

Junto con Franz Beckenbauer, fue el único rey del fútbol que destacó como protagonista y entrenador. Su llegada a Barcelona representó la mayor revolución cultural de la rica historia blaugrana. En buena medida, esto se debió al impacto emocional que recibió en el Mediterráneo. Cuando jugaba para el Ajax, la gente lo felicitaba por su desempeño; en Barcelona, la gente le daba las gracias, diferencia decisiva. En la ciudad fundada por una barca, el holandés volador encontró una patria sentimental. Sus triunfos iban a ser los de su gente.

EL NARANJO COMO ADAPTACIÓN

Al llegar a América, los inmigrantes españoles plantaban un naranjo como un reloj para medir su adaptación a la nueva tierra. Al cabo de unos siete años, la planta daba sus primeros frutos; eso mostraba que ya pertenecían ahí: la naranja era su prueba de identidad. El hijo del vendedor de frutas encontró su mejor naranja en Barcelona, y decidió que su hijo se llamara Jordi.

Su aclimatación mediterránea produjo un insólito uso del lenguaje. Aprendió un castellano de su invención, perfeccionó la forma de pronunciar la "ele" líquida catalana y se expresó a través de aforismos donde el galimatías convivía con la frase célebre. Nada le puso la piel de gallina; prefirió decir que tenía "gallina de piel".

Esta seguridad para reinventar la lengua provenía de una irrestricta convicción de que la realidad se cambia a voluntad. Como líder del Dream Team, transmitió a sus jugadores una confianza desconocida en los vestuarios del Camp Nou. Antes de la final de Wembley, en 1992, les pidió que disfrutaran el partido. Solo alguien que tiene un pacto secreto con el triunfo considera que el desafío es una diversión.

EL APODO NO ERA EXAGERADO

Sus discípulos lo llamaban "Dios". El apodo no fue exagerado. Sus feligreses prosiguieron sus enseñanzas en La Masia y un antiguo recogebolas del Camp Nou crecería para convertirse en su mayor profeta: Cruyff volvió a ganar con Guardiola al frente del equipo. Como no hay iglesia sin alabanzas ni herejías, el mesías idolatrado fue presidente honorario en tiempos de la directiva de Joan Laporta y sufrió la humillación de ser defenestrado por el apóstata Sandro Rosell.

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Incapaz de hacer una jugada común dentro de la cancha o decir una frase normal fuera de ella, Cruyff vivió para producir asombros. En sus raros momentos de duda, decía: "Solo Dios sabe…", posponiendo la respuesta para una discusión posterior consigo mismo.

En una ocasión, Sergi Pàmies llegó a entrevistarlo y lo encontró sentado sobre un balón. "Estoy en mi oficina", le dijo Johan Cruyff.

El impredecible Dios que ofició en las canchas ha hecho la más rara de sus jugadas: ya inmortal, falleció a los 68 años.