El estadio de la vergüenza

Hitler levantó el Olympiastadion a mayor gloria de la raza aria y se indignó con el póquer de Owens

Jesse Owens logró la victoria con un amplio margen en la final de los 200 metros lisos, prueba en la que sumó la tercera de sus cuatro medallas de oro. En el fondo, la llamada Puerta de Maratón.

Jesse Owens logró la victoria con un amplio margen en la final de los 200 metros lisos, prueba en la que sumó la tercera de sus cuatro medallas de oro. En el fondo, la llamada Puerta de Maratón.

JOAN CARLES ARMENGOL
BARCELONA

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Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long en aquel momento». La frase figura en las memorias de James Cleveland Jesse Owens y se refiere a uno de los momentos olímpicos más emocionantes y difíciles que se han vivido, precisamente en el Olympiastadion de Berlín, el recinto que convenientemente remodelado acogerá este sábado la final de la Champions. «Fue muy valiente por demostrar su amistad conmigo delante de Hitler», prosigue la cita. El ejemplo de amistad entre Owens y Long, nacida durante la prueba de salto de longitud de los Juegos Olímpicos de 1936, en plena campaña nazi por la superioridad de la raza aria sobre las demás, es uno de los más emotivos que se han dado en el mundo del deporte, y precisamente entre un ario y un afroamericano en un estadio capaz para más de 100.000 personas construido a mayor honor y gloria de la propaganda del III Reich.

Fue esa amistad, la ayuda que Long le prestó a Owens en un momento clave, lo que más molestó al Führer; más que los éxitos de muchos de los 19 componentes de color del equipo estadounidense, que atesoraron 7 medallas de oro, 3 de plata y 3 de bronce . Al fin y al cabo, Alemania dominó claramente el medallero (por primera y única vez en la historia) con tantas medallas como todos los otros países juntos. El objetivo se había alcanzado. Pero la amistad entre el saltador de longitud alto, rubio y de ojos azules con el antílope de ébano fue más de lo que Hitler pudo soportar y abandonó el estadio precipitadamente, antes de la entrega de medallas. Según las fuentes oficiales, porque tenía previsto hacerlo así. De hecho, desde el segundo día de competición, el líder nazi había dejado de entregar las medallas por las quejas del COI, que comprobó que el primer día solo lo había hecho con los ganadores de su país, lo que consideraban una (otra) discriminación.

«Con los ojos cerrados»

Owens, que un año antes, en Ann Arbor (Michigan), había dejado establecido el récord del mundo de longitud en unos 8,13 metros que sobrevivirían durante 25 años, había hecho dos saltos nulos en una fácil calificación en que solo se pedía saltar 7,15.  Estaba a un intento de la eliminación. Long, subcampeón europeo y favorito del régimen, se le acercó, se presentó, le calmó y le dio un consejo valioso. «Tienes que clasificarte con los ojos cerrados», le dijo Long, que le sugirió hacer una marca antes de la tabla de batida, para evitar otro nulo, y que se limitara a pasar el corte (cosa que hizo por un centímetro) y que ya intentaría, en todo caso, batir el récord del mundo en la final de la tarde. Así lo hizo el hijo de un granjero de Alabama, y nieto de esclavos. No solo pasó a la final, sino que logró en ella la segunda de las cuatro medallas de oro que le convirtieron en el rey de unos Juegos de Berlín en el que se ganó la enemistad de los dirigentes pero el aprecio, la admiración y los aplausos del público y del pueblo alemán.

En el podio de la longitud, Owens (8,06 y un récord olímpico que perduró 24 años) apareció con una corona de laurel y con un saludo casi militar, mientras Luz Long (7,87), como era preceptivo para el equipo anfitrión, perpetraba el saludo nazi, y el japonés Naoto Tajima, bronce con 7,74, se limitaba a escuchar el himno. Pero esas actitudes, fruto del tiempo que vivían, no empañó una amistad eterna. Long fue el primero en felicitar a Owens cuando le superó en el último salto, le dio la mano, le abrazó, le levantó el brazo señalándole como campeón, se hicieron fotos juntos… Cuando estalló la guerra, Alemania obligó a combatir a Long, a pesar de que los deportistas de élite solían disfrutar del privilegio de no tener que ir al frente. El saltador ario, rubio y de ojos azules, falleció el 13 de julio de 1943 en un combate durante la invasión aliada a Sicilia. Owens, que tampoco había tenido un regreso fácil a Estados Unidos tras su estallido olímpico en Berlín, se desplazó después a Alemania para conocer a la familia de su amigo saltador, con la que mantuvo contacto hasta su propia muerte.

Ovaciones y autógrafos

Owens, autor de una gesta inolvidable (se colgó el oro en 100, 200, longitud y 4x100, algo que no se repetiría hasta que Carl Lewis emergió en Los Ángeles 1984), fue advertido de que podría tener un recibimiento hostil en Berlín y que ignorara los insultos. Pero las cosas fueron totalmente distintas. Recibió las mejores ovaciones de su carrera deportiva y los aficionados le perseguían para pedirle autógrafos. Es verdad que Hitler no le estrechó la mano, pero en su biografía el atleta admite que le saludó: «Cuando pasé, el canciller se levantó, me saludó con la mano y yo le devolví la señal». Menos suerte tuvieron Cornelius Johnson y David Albritton, oro y plata en altura el primer día, a quienes el Führer ya no quiso entregar las medallas por las críticas recibidas por parte del COI.

Durante su estancia en Alemania, Owens estaba excluido de la ciudadanía bajo la Ley de Ciudadanía del Reich del 15 de septiembre de 1935. Pero en su país de origen, tras sendos recibimientos multitudinarios en Nueva York y Cleveland, las cosas no le rodaron mejor al héroe atlético, que volvió a su trabajo de botones en el hotel Waldorf Astoria y a la falta de derechos básicos. «Cuando volví, no pude viajar en la parte delantera del autobús, volví a la puerta de atrás. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al presidente». Franklin Delano Roosevelt se encontraba en campaña de reelección y temía la reacción de los estados segregacionistas del Sur en caso de rendirle honores a Owens. El propio deporte estadounidense también le marginó. En 1935 un golfista se llevó el premio al mejor deportista amateur (fue el año de sus seis récords del mundo en menos de una hora en Ann Harbor)  y en 1936, fue a parar a manos del campeón olímpico de decatlón.

El espíritu de la historia olímpica de Owens, su amistad con Long y el recuerdo del nacionalsocialismo (la memoria es necesaria para no repetir errores) se mantienen en las sólidas piedras oscuras del estadio, cargado de simbolismos. Cuando Hitler accedió al poder en 1933, y con intención de usar el acontecimiento como plataforma propagandística de su régimen, encargó al arquitecto Werner March la construcción de un sólido estadio, de porte clásico, enclavado sobre el antiguo Estadio Alemán (Deutches Stadion), en Charlottenburg, al noroeste de la ciudad. La capa de piedra caliza oscura, como la del Reichsbank, subsiste, como la puerta de maratón, las columnas que rodean el recinto  y el Maifeld (Campo de Mayo), coronado por una reconstruida Torre de la Campana (Glockerturm), aunque la campana yace rota y casi astillada en una de las entradas, con el águila nazi.