#OUYEAH

Jordi San

RISTO MEJIDE

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Han pasado ya varios días y aún me sorprende que ciertos medios hayan pasado por alto el insoportable nivel de tensión antidemocrática, crisis nacional y crispación independentista en Catalunya que se hizo del todo evidente durante la celebración de este pasado Sant Jordi.

Ha sido inaguantable e indecente, vamos, como para irse del país. Y como no habrán encontrado la crónica que seguramente se esperaban leer, ya se la escribo yo.

En mi quinta Diada como autor y mi trigésimo octava como barcelonés, me pareció lamentable salir a la calle a primerísima hora y comprobar que el espectáculo ya era dantesco.

Grupos separatistas antisistema cargados con rosas rojas, amarillas e incluso azules -las más peligrosas y dañinas para la vista- intercambiaban violentos besos y abrazos con otros grupúsculos de desalmados que traficaban a plena luz del día con obras de la literatura universal mezclados con los últimosbestsellerstanto en catalán como en castellano, así, con total impunidad y como si no hubiera un mañana.

A mediodía, la corrupción ya se había adueñado de cada esquina y de cada palmo de acera, donde estudiantes con evidente pinta fascista habían levantado sucursales ilegales del fraude fiscal, economía sumergida que afloraba durante un día para suministrar rosas y pastelitos caseros. A saber los ingredientes catalanes que llevarían los pastelitos de marras.

A pocos metros, familias enteras cruzaban las calles de caseta en caseta mientras se utilizaba a los más pequeños como escudos humanos ante los disparos de las cámaras de fotos, a la caza de una instantánea con cualquiera que tuviese cara de autor.

Llegué a mi primera firma y la cosa no hizo más que empeorar. Una señora me dijo que ella en realidad me odiaba, que llevaba dos horas de cola y me entregó un libro como quien entrega una orden de alejamiento, para que se lo firmase a su hija. Cuando se lo devolví, la señora leyó la dedicatoria con gesto de decepción, pues según me dijo, esperaba que la insultase a base de bien.

Más tarde, en otra caseta, una chica guapísima con evidente pinta de querer desespañolizarme me pidió una dedicatoria en catalán, violando de una vez y para siempre todos mis derechos fundamentales y constitucionales, así que me quedé con su teléfono para que la llamase mi abogado, que está soltero.

Un poco más allá, los pastelitos alucinógenos empezaron a hacer estragos entre la gente, que en evidente actitud secesionista, discutían si preferían autores mediáticos o autores serios, autores con cola o autores con prestigio, autores que querrían haber publicado antes de estar en todos los medios o autores a los que ya les gustaría aparecer en algún medio después de cada publicación. Pereza de debate, oiga.

Agentes infiltrados en las colas decían que sólo leían libros de texto y por obligación mientras gritaban consignas televisivas y funcionarios de la delegación del gobierno lanzaban números al azar para descontarse.

Pero si hasta un niño que no levantaría dos palmos del suelo hizo sus pinitos en financiación irregular en plena calle y delante de mí, cuando le pidió a su padre dinero para comprarse un cuento. Transacción que jamás figurará en ningunos papeles ni en ninguna cuenta suiza, así que escapó completamente al fisco y a Falciani, pero no a mis ojos. Te puedo asegurar que ese padre aún campa a sus anchas por Barcelona y todavía ningún juez ha hecho nada al respecto.

Y así pasé las horas y las casetas, entre gente extraordinaria que me demostraba su cariño y su agradecimiento por haber escrito esa línea, ese texto, ese libro, ese artículo, esa tontería o esa reflexión, cuando el que debería estar agradecido soy yo, no por comprarme ni por hacerme precisamente rico, sino por hacerme sentir que eso que puse ante ellos, en algún momento, tuvo algún sentido. Por dejarme secuestrar sus ojos pidiendo su imaginación como rescate. Por matar alguno de sus miedos con una sobredosis de esperanza. Y sobre todo, por regalarme la verdadera y única riqueza: la que se quedan los demás.

Gente común pero nada corriente, la gente de la calle, la de verdad, la que protagoniza todas lasdiadas pero jamás un pleno, la gente que convive y se entiende perfectamente, la que afortunadamente nunca aparece ni aparecerá en ciertos medios, tan acostumbrados a «dar cera» que ya han olvidado la segunda gran lección del señor Miyagi.

La de «pulir cera», Jordi San, la de «pulir cera».