50ª aniversario de un magnicidio

Una primera dama pionera

Jackie transformó la Casa Blanca y fue clave para construir el mito de JFK y Camelot

Pareja  8 Los Kennedy siguen una competición de vela, en 1962.

Pareja 8 Los Kennedy siguen una competición de vela, en 1962.

IDOYA NOAIN
NUEVA YORK

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Cuando el magnicidio de JFK acabó con la inocencia de Estados Unidos, el país encontró fortaleza en una mujer de 34 años: Jacqueline Kennedy. Aquella viuda con dos niños fue, en el funeral que ella misma ayudó a organizar, la imagen de lo estoico, de la compostura. Cuando todo zozobraba, Jackie dio serenidad. Y la primera dama asentó un lugar en la historia que va mucho más allá de sus hitos de moda y glamur.

Jackie nunca quiso implicarse en la política, aunque los miembros de la Administración de su marido que ella veía con buenos ojos solían por lo general tenerlo más fácil con el presidente. Pero fue la mujer que transformó la Casa Blanca en lo que es hoy. Y no solo porque realizó un proceso de rehabilitación que fue mucho más allá de retoques en la decoración, el rediseño del Despacho Oval, el fichaje de un chef francés o el establecimiento de rituales para cenas de Estado que se mantienen casi inalterados cinco décadas después. «La convirtió en un escenario vivo, no un museo, donde se desplegaban la historia y el arte de EEUU», se leía en la necrológica que The New York Times dedicó a Jackie en 1994 tras su muerte por cáncer a los 68 años.

Un hechizo inigualado

Benjamin Bradlee, el que fue director de The Washington Post, explicaba también que Jackie «hechizó la Casa Blanca de una forma que no ha sido igualada. Tenía gran gusto, sentido de cultura, comprensión del arte. Llevó gente como André Malraux (su visitante favorito) que nunca habría ido de otra forma. Y esas personalidades transformaron la ciudad». Hasta logró que Pau Casals, que se negaba a actuar en países que apoyaban a Franco, hiciera en 1961 una excepción con EEUU.

Procedente de una familia acomodada, Jacqueline Bouvier, conoció a Kennedy en 1952 cuando ella trabajaba para un diario de Washington. Un año después se casaban y ella se convertía en la mujer perfecta para acompañar al joven congresista, complementando perfectamente su cortejo de los ciudadanos estadounidenses y la construcción de una imagen que ayudó a llevarles hasta la Casa Blanca.

El mito de Camelot

Había nacido Camelot y ella misma, una semana después del magnicidio, en una de las tres únicas entrevistas que dio tras enviudar y hasta su propia muerte, se encargó de intensificar el mito, asegurando que la última frase de un musical de ese título era una de las favoritas de Jack.

El romance de los estadounidenses con ella se resquebrajó algo cuando en 1968 se casó con Aristóteles Onassis, pero ella siempre fue una mujer que primó su independencia (desde 1975 y hasta su muerte trabajó como editora en Nueva York). Y también primó su privacidad.

Dejó, eso sí, grandes momentos públicos. Como su resistencia a quitarse en Dallas el traje rosa manchado de la sangre de su marido para la jura de Lyndon Johnson. «Quiero -explicó- que vean lo que han hecho». El traje nunca volvió a ser visto.