EL TRIUNFO DE UN COCINERO ESPAÑOL EN EEUU

Ciudadano Andrés

El chef asturcatalán estrena año y ciudadanía estadounidense. Tras 23 años en el país, gestiona un pequeño imperio gastronómico, asesora a Michelle Obama y cada día invierte más tiempo en el activismo social.

José Andrés, el pasado 15 de noviembre, al recibir la ciudadanía estadounidense.

José Andrés, el pasado 15 de noviembre, al recibir la ciudadanía estadounidense.

RICARDO MIR DE FRANCIA

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A principios de diciembre, unas 200 personas se congregaron en una de las salas de recepciones del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Entre los rostros anónimos de familiares y amigos, había también embajadores y congresistas, un secretario de la Marina, multimillonarios como Steve Case (cofundador de AOL) y hasta un rapero como MC Hammer. Pero no estaban allí para terciar sobre la constitucionalidad de un caso, sino para celebrar la vida de un inmigrante. Un ciudadano estadounidense de nuevo cuño, uno de los ejemplos palpables del llamado sueño americano.

El protagonista de aquella fiesta, el cocinero José Andrés (Mieres, 1969), ya había recibido la ciudadanía unas semanas antes en Baltimore. Pero en una muestra del reconocimiento que ha adquirido en este país, Sonia Sotomayor, la primera jueza hispana del Supremo, lo invitó a recrear la ceremonia en la institución que guarda las esencias democráticas del país. Esta vez, en privado y rodeado de amigos. Andrés confiesa que se emocionó. «Fue muy especial. A mí me gusta sentirme parte de donde vivo y contribuir a la sociedad que me ha acogido, y una de las formas de hacerlo es convirtiéndome en ciudadano», asegura.

Ese momento sirvió para cerrar unos de los círculos en la vida del cocinero español más famoso de EEUU, el embajador oficioso de su gastronomía. El mismo que aterrizó en Nueva York hace 23 años con un contrato para trabajar en un restaurante español y poco más. Acababa de salir de la cantera de El Bulli, tras asomarse al mundo desde la borda del Juan Sebastián Elcano, donde hizo la mili. En la maleta traía algo de ropa, un casete de Supertramp y sus cuchillos de la Escuela de Hostelería de Barcelona. En el bolsillo, apenas 50 dólares.

Quienes le conocen de aquellos días, aseguran que llegó a EE UU con las ideas bastante claras y un apetito pantagruélico para comerse el mundo. Hoy puede presumir de haber levantado un pequeño imperio junto a un puñado de socios, una empresa que gestiona 16 restaurantes repartidos entre Washington, Las Vegas, Los Ángeles, Miami y Puerto Rico, que da trabajo a más de 900 personas y que el año pasado facturó 100 millones de dólares. Tiene además una línea de productos artesanales españoles que lleva su nombre y un negocio de catering. Parte de su éxito, reside en haber sabido convertir el nombre de José Andrés en una marca, cultivada con maestría en los medios y las esferas del poder.

Pero todo hace indicar que es solo el principio. Los proyectos filantrópicos se acumulan en su mesa y, para el 2014, su equipo prepara el lanzamiento de varios restaurantes más. «No siento que estoy en la cima de la montaña, todo lo contrario. Siento que estoy casi en el kilómetro cero. Este año me coges planeando lo que quiero hacer los próximos en 10 o 20 años», dice Andrés desde la sede de Think Food Group (TFG), la compañía que gestiona sus restaurantes y va dando forma al mundo que sale de su cabeza.

Es raro verlo quieto

Allí es difícil apreciar jerarquías. José, como le llaman todos, no es hombre de peceras de cristal. Se sienta en la misma mesa que sus socios y colaboradores, algo más de una treintena de profesionales divididos por secciones. Pero raramente está quieto. Se levanta, gesticula, reparte abrazos, pega un grito o se pone el mandil para ir a alguno de los restaurantes. Dicen que tiene una energía desbordante y siempre quiere más.

«José nos trae un proyecto nuevo casi cada día», dice Maru Valdés, la jefa de comunicación de TFG. Su asistente personal, un veinteañero que trabajó cuatro años en la Casa Blanca organizando los viajes del presidente George Bush, lo explica en otros términos. «Nunca para, es hiperactivo. Su mente va a 100 millas por hora. Tiene mucha pasión y exige excelencia», asegura Russell Bermel. Todos ellos dicen que sabe delegar, lo que se ajustaría a una de sus máximas: «Somos tan buenos como la gente que nos rodea».

 

En su equipo hay varios veteranos del sector, la mayoría norteamericanos, pero también jóvenes talentos españoles. Algunos, salidos de la cantera de El Bulli, como Rubén García, el director de investigación y desarrollo, o Lucas Pallá, responsable de vinos. Estos días, el jefe cocina poco, pero está muy encima de los restaurantes. Al llegar a Oyamel, reconoce a un periodista de The Washington Post, se acerca a saludarlo y encarga que no le cobren la comida (lo mismo hará con este periodista).

Muchos de los restaurantes están a tiro de piedra de las oficinas de TFG, en el barrio de Penn Quarter. En unos cientos de metros hay cinco: Minibar (cocina de autor); Jaleo (español); Oyamel (mexicano); Zaytinya (griego-turco-libanés) y, en breve, China Poblano (chinoperuano). A esta marcha no sería de extrañar que el barrio se rebautice como La milla de José Andrés. «Al final soy como un director de orquesta. ¿Cuántas horas dedica un director a tocar al día? Quizá ninguna, pero la orquesta suena bien», dice Andrés desde un despacho lleno de productos envasados que llevan su nombre, desde pisto a mejillones en escabeche. «Al final nada sucedería sin mí, pero tampoco sin mi equipo».

 

Su alejamiento de la cocina se debe en gran medida a sus inquietudes sociales y a la congestión aterradora de su agenda. Andrés es aquí algo parecido a una celebridad. Y eso que no es Antonio Banderas ni Sara Montiel. Casi todas las semanas asiste a actos sociales, se reúne con inversores o concede entrevistas. Le interesa la política tanto como el fútbol. No hace mucho estuvo cenando en casa de los Clinton. «Con otros 80», dice para quitarle importancia. «Lo único que había allí eran millonarios».

 

El activismo social, reflejado en el lema de su empresa («cambiando el mundo a través del poder de la comida»), le ocupa cada día más tiempo. Colabora con congresistas para buscar soluciones al hambre. Asesora a Michelle Obama en sus campañas contra la obesidad. Y, últimamente, promueve la reforma inmigratoria del presidente Barack Obama. «La inmigración no es un problema que debamos solventar, sino una oportunidad que América debe aprovechar», escribió el mes pasado en un artículo de opinión en el Post.

 

Pero también se mancha las manos. Hace unas semanas estuvo en Haití, donde su oenegé ha levantado junto a la española Cesal una panadería y una escuela de hostelería para niñas. También recauda fondos para el DC Central Kitchen, un gigantesco comedor social -del que fue presidente- que reparte comida entre los refugios para indigentes de la ciudad y forma a expresidiarios y toxicómanos en la cocina.

Pocos dudan de que es un personaje influyente, como reconoció el año pasado la revista Time al incluirlo en la lista de las 100 personalidades más influyentes del mundo. «Es una de las personas más elocuentes y apasionadas en la lucha contra el hambre y la seguridad alimentaria en este país», dice el congresista demócrata Jim McGovern. Hace unos años, Andrés acudió a su oficina a hablarle de su trabajo contra el hambre y la amistad no tardó en cuajar. «Lo que hace a José tan eficiente es su entusiasmo y su honestidad. Utiliza su fama para tratar de convencer a los legisladores, a la Casa Blanca o a quien haga falta, de que hay que hacer algo», apostilla McGovern.

Pero nada de lo que ha logrado este asturiano de 44 años, hijo de enfermeros y criado en la periferia de Barcelona desde que tenía 5 años, ha sido producto de un día. Todo lo contrario. Como con tantos otros compatriotas, su aventura americana empezó después de que le dieran el portazo en España. En diciembre de 1990, tras dos temporadas en El Bulli, tuvo una bronca con Adrià por llegar tarde a una cita. «En realidad, llegué antes que él, pero como no venía fui a llamarle a una cabina y, al regresar, ya estaba allí y se enfadó », cuenta Andrés, aportando su versión de la historia. No queda rencor en nada de aquello, según fuentes conocedoras de la relación, siguen siendo amigos, y, para Andrés, Adrià es un dios. «Él nos inculcó que hay que perderle el respeto a intentar cosas nuevas, pero sin olvidar las raíces de cada plato porque El Bulli siempre estuvo muy basado en la cocina tradicional». De su mentor, también aprendió que «hay que compartir el conocimiento». Una semana después de su despido de El Bulli, estaba ya en Nueva York con una oferta para cocinar en el desaparecido Paradís Barcelona. El cocinero catalán Antoni Yelamos lo conoció al poco de llegar a Manhattan, y más tarde trabajó a su lado durante 12 años. «Desde el principio tenía claro que quería llegar lejos. Vio la oportunidad de ser el embajador culinario de la comida española y trabajó muy duro para conseguirlo», recuerda por teléfono desde Miami.

Un ‘arrossejat’ con epifanía

Aquellos dos primeros años, Andrés fue buscando «un sitio al que pertenecer », una de las expresiones que se repiten en nuestra conversación, junto a términos como pragmatismo o entendimiento. Pasó por San Diego, Chicago y Puerto Rico hasta que un empresario dominicano, Roberto Álvarez, tuvo algo parecido a una epifanía al probar uno de sus arrossejats en el Dorado Petit neoyorquino, de donde acababa de marcharse. Álvarez quiso contratarlo para Jaleo, el restaurante español que acababa de abrir en Washington junto a Rob Wilder aprovechando el tirón de la España olímpica y cultural de 1992. Y lo convencieron para que se mudara a la capital. Lo que no sabía el cocinero es que nada más llegar le esperaba una encerrona. Al bajar del avión, Ann Cashion, la chef ejecutiva por entonces de Jaleo, se lo llevó de compras y lo puso a cocinar en su apartamento de una habitación durante cuatro horas. Los dueños de Jaleo esperaban en la mesa. «Pasó la prueba sin problemas. Su comida era atractiva, tenía estilo y personalidad y, a la vez, seguía el canon clásico de las tapas», cuenta Cashion. Desde Jaleo, Andrés empezó a labrarse un nombre y a popularizar las tapas en EEUU. Tenía talento, pero además sabía venderse como nadie, un trabajo que ejerció sin descanso acudiendo a ferias gastronómicas o asomándose a los medios. «Con esa efervescencia, esa necesidad de expresarse, resulta muy atractivo y muy genuino en televisión», dice su socio y amigo Roberto Álvarez. Sus allegados coinciden en que sin ser un intelectual o haber ido a la universidad tiene una inteligencia natural muy desarrollada. Eso le ha servido, por ejemplo, para dar clases en Harvard o para formar parte del consejo de los Archivos Nacionales. Pero no todo el mundo le tiene tanto aprecio. Hay quien lo considera un «ególatra insoportable» o quien dice haberlo visto en situaciones poco edificantes. Para celebrar el pase de España a la final del Mundial de Sudáfrica, se subió a una mesa de uno de sus Jaleos, sacó unas entradas para la final y se puso a pregonar cuánto le habían costado, según varios de los presentes. Su eclosión como cocinero y empresario se produjo durante la pasada década. En el 2003 abrió Minibar, un restaurante para solo 12 comensales donde bailan una veintena de pequeños platos, auténtice Vamos a cocinar, pero después de dos temporadas lo deja. «Yo veía que mi mundo no estaba en España y seguir allí me impedía concentrarme en lo que aquí», recuerda el cocinero. Poco después se embarca en Made in Spain, un viaje gastronómico y turístico por España en de 23 capítulos para la televisión pública estadounidense PBS. «Todo el presupuesto de ICEX (Instituto de Comercio Exterior) no ha hecho tanto como José para promocionar la gastronomía y los productos españoles en EEUU», dice su socio, el cocinero Antoni Yelamos, quien lleva más de dos décadas en el país. De hecho, su filosofía no parece haber cambiado demasiado en estos años. «Al fin y al cabo, sigo tratando de hacer lo mismo que al principio: vender jamón ibérico y aceite de oliva, y contar el país del que vengo a través de su cocina». Lo cierto es que nadie lo hace aquí mejor que él. Preguntado por su secreto, cita a una frase de Winston Churchill: «El éxito es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo»