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Tragicómico intento de investidura

Carles Puigdemont

Carles Puigdemont / AFP/PAU BARRENA

A principios de nuestra era, la Roma Imperial nos mostró lo absurdo y demencial que puede llegar a ser el culto a la personalidad del gran líder supremo de turno. La devoción del emperador Calígula por su caballo favorito llegó a extremos ridículos. La noche anterior a una carrera, el emperador dormía junto al animal y se decretaba un silencio general que nadie podía violar en toda la ciudad, bajo pena de muerte. Cuenta la leyenda que incluso llegó a proponer a Incitatus para el puesto de cónsul, una de las más altas magistraturas romanas.

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Hoy, 2.000 años después, asistimos avergonzados al delirante y tragicómico intento de investidura de un candidato residente a 1.300 kilómetros, prófugo de la justicia española y cuyo último delirio es la pretensión de gobierno telemático, a distancia, saltándose una vez más no ya cualquier interpretación jurídica del reglamento del Parlament -sufridos letrados a los que la mayoría ignora-, si no el más elemental sentido común: ¿qué es en definitiva un parlamento? El lugar donde nuestros representantes electos debaten y elaboran las leyes, donde se controla y debe rendirse cuentas de la acción del gobierno y de sus objetivos futuros. La presencia física es una obligación inherente al cargo de diputado, aquí y en cualquier país del mundo, en cualquier época histórica.

Catalunya no se merece un presidente por plasma, que no rinda cuentas ante sus representantes por sus actos y su acción de gobierno. Cierto que debe respetarse la voluntad popular expresada en las urnas el 21 de diciembre, pero el juego y la aritmética parlamentarias permiten mecanismos para asegurar esa mayoría entre fuerzas soberanistas, como la renuncia de los diputados fugados o en prisión preventiva, que facilite la gobernabilidad y recupere las instituciones de autogobierno sin forzar ni violentar nuestras leyes más elementales. Nadie es imprescindible, y por más que algunos como Calígula lo veían como un dios romano inmortal y de haber vivido estos días seguro que hubiese intentado investirlo de president -el reglamento de la Cámara nada dice al respecto-, Incitatus no era más que un hermoso caballo hispánico.

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