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El problema de fondo es que una vez que alguien responde al fuego con fuego, todos nos convertimos en bestias, perdemos la capacidad para el diálogo, y efectivamente volvemos a los tiempos bárbaros, a las ignominias y a los prejuicios.
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Todas las guerras han sido económicas: alguien intenta prevalecer por la fuerza sobre los intereses del enemigo declarado o no, por eso empiezan y por eso han terminado siempre; así deben entenderse, porque una guerra religiosa, ideológica o de identidad no acabaría nunca. En Oriente Próximo, hasta que no se identifiquen los intereses económicos en conflicto, seguiremos luchando contra un enemigo sin forma.
No existen los buenos (soldados profesionales, que defienden el mercado) ni los malos (islamistas, a sueldo por la yihad), ni peores o mejores intenciones, hay intereses económicos que se comparten o se enfrentan. Puede haber cooperación. que es buena. O competitividad que, pese a ser excluyente para la mayoría, es la forma de concertar los intereses que rige en este civilizado Occidente que predica de sí mismo ser la mejor organización social de las posibles, y que cree que todo lo puede frente al islam.
O espabilamos y hablamos de paz, aunque sea con el mismísimo diablo, o la guerra la seguiremos perdiendo la humanidad.