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Ser madre, el mejor oficio del mundo

Una madre camina empujando el cochecito de su hijo por una estación de tren.

Una madre camina empujando el cochecito de su hijo por una estación de tren. / JOSÉ LUIS ROCA

Hace unos días mi hijo me preguntaba cuál era la mejor profesión del mundo y, sin duda, le respondí que era la de ser mamá. Una profesión  que no tiene horarios establecidos, en la que debes estar al máximo rendimiento las 24 horas del día, los 365 años del año, en cualquier estación. Aquella donde no se puede coger la baja, solicitar una excedencia o faltar si me encuentro mal. Ocupación en la que no existe una escuela para ir a aprender y vas haciendo maestría gracias a los innumerables errores que vas cometiendo. Oficio que exige hacer las cosas con una sola mano, dormir con un ojo medio abierto, fingir que siempre estás de buen humor y comer siempre la porción más pequeña y fría.

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Aquel que te exige perder muchas horas de sueño, renunciar a tener algo de tiempo libre o que me obliga a peinarme con una coleta porque no hay tiempo para más. Que exige de mí gran cantidad de paciencia, calma, empatía, eficacia y constancia y que además, me desafía a cada instante. El quehacer que exige de mí la máxima responsabilidad, donde no existe hoja de ruta, donde se aprende sobre el terreno y siempre debes dar calidad. Puesto donde no existe un jefe al que me pueda quejar de las condiciones laborales a las que estoy sometida.

Tarea altruista, desinteresada y sin paga doble en Navidad. Pero a la vez es el único oficio que a mi edad me permite jugar, crear lazos de complicidad, conversar sin interrogar y me contagia espontaneidad. Tarea que te convierte en una experta negociadora, desarrolla tu capacidad de generar soluciones, te obliga a mirar las cosas desde otra óptica y superar todos los retos que te quieras marcar. ¿Quién no querría tener un oficio que te hace ser generosa, mejor persona, más tolerante y te enseña a ver la vida desde una  perspectiva mucho mejor?  

Única función que es capaz aún de sorprenderme, de ofrecer abrazos sin pedirlos, que me hace sufrir y gozar, dar y recibir, errar y acertar. El único empleo que llevo dentro de mi alma, que me crea adicción, que me recuerda que fácil es perdonar y vivir con sinceridad. Que me exige ser eficaz, atenta, activa, sensible y confiable.

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Gracias, mamá, por tu entrega incondicional

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